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Hace unos días, asomada a la ventanilla, contemplaba a la gente en el andén de la estación. Y recordé mi vida girando alrededor del tren. Nunca, hasta ese momento, me había detenido a pensarlo.
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Miré a mi alrededor observando a los pasajeros que subían al tren e imaginé mil y una historias: una niña que sonreía casi arrastrando de la mano a una señora, una jovencita pensativa envuelta en su abrigo azul, aquella pareja casi adolescente que se miraba embobada…
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Mis primeros recuerdos sobre raíles se remontan a mi niñez.
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Veo a una niña rubia con trenzas asida a la mano de su abuela. Espera sin mucho entusiasmo al viejo tren que le llevará a la estación de La Robla, donde le espera su madre.
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Es un tren de vía estrecha, viejo, destartalado, con asientos de tablillas de madera, que cubre la ruta minera que va de Bilbao a La Robla (León) La niña corretea por el tren, mientras los pasajeros entre charlas y risas, comparten chorizo, queso y tortilla… incluso alguno más afortunado lleva un poco de jamón.
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En la Robla pasan la noche en una pensión vieja y poco acogedora, con una luz mortecina que apenas deja entrever el tono oscurecido de las paredes y al día siguiente, la abuela vuelve al pueblo y la niña sigue viaje hacia Asturias con su madre.
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Este tren ya es distinto, más rápido y algo más cómodo. La niña pronto olvida la pena por haber dejado el pueblo y asomada a la ventana, contempla en las curvas del puerto de Pajares el movimiento de las bielas de la locomotora: chucu-chu, chucu-chu… piiiii, piiiiiiiii.
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Estos viajes se repiten secuencialmente durante su primera infancia, hasta que su hogar se rompe y vuelve al pueblo con su abuela.
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A los diez años ingresa en el internado y durante unos pocos años, el tren desaparece de su vida, hasta que su abuela se traslada a vivir a Madrid. Entonces otra vez el tren aparece. ¡Cuántos viajes nocturnos!
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El tren correo Santander-Madrid. Departamentos y un pasillo lateral estrecho y común. La hora de salida del pueblo, alrededor de la medianoche. Días de invierno, nieve, frío, la estufa de carbón en la estación. Los ojos somnolientos esperando su llegada.
Y luego el verano y la ilusión de volver al pueblo.
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Un familiar va con la niña, ya casi una jovencita, se sube al tren y la encomienda a los pasajeros que la acompañan en el departamento.
– Mirad un poco por ella – les dice – en la estación de Madrid su abuela estará esperándola.
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Y estos viajes nocturnos siguen hasta que la niña, ya una adolescente deja el internado y se va a la capital a seguir los estudios. Ya entonces ha encontrado el amor.
Poco tiempo después, el tren otra vez protagonista…
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La niña ha crecido un poco, ya no tiene trenzas, pelo cortado a lo chico, viviendo un amor complicado. Y la amenaza de una vida en el extranjero para alejarla del joven del que está enamorada.
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Tras dos meses sin verse, ella consigue que la dejen ir a casa de una amiga para celebrar su cumpleaños. El chico se entera y aparece por allí, la convence, van a la estación y huyen en el tren. Ni siquiera compran los billetes.
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Ella deja todo atrás, sin más equipaje que la ropa que lleva puesta y se va con él. Es 9 de septiembre, organizan todo y se casan el 2 de octubre. Ella tiene tan solo 17 años.
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Y ahora recuerda…
el tren también es protagonista el día de su boda. Lo tiene olvidado, quizá porque nunca evoca ese día. Para ella es un día triste, se ve sola y desamparada ante un futuro incierto, en una ciudad desconocida, con gente desconocida, habiéndolo dejado todo por amor.
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No quiere recordar ese día y olvida que su noche de bodas la pasa en un tren, en un coche-cama de camino a Asturias, el mismo camino que hacía con su madre tan solo unos años atrás.
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.Y piensa ahora… ¿no es extraño olvidar una noche de bodas? sí, quizá, pero ella lo olvida. Pueden más todos los sinsabores que las ilusiones. Ese día ella alza un muro entre su vida anterior y la que viene después y tardará años en derribarlo.
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Ha pasado un año.
Y de nuevo en la estación, ahora es una despedida y no está sola, su bebé recién nacida le acompaña a despedir a su padre que se incorpora al servicio militar.
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Solo pasan dos meses, cuando un telegrama le avisa de la enfermedad grave de su marido. Con su niña y el alma en un puño, sin saber lo que se va a encontrar tras el texto alarmante del telegrama, vuelve al tren.
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Tras unos días en que el chico se debate entre la vida y la muerte, triunfa la vida y retornan a casa, juntos por unos días.
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Estos viajes a la estación, encuentros y despedidas se repiten hasta que él vuelve a casa, ya definitivamente. Y el tren se queda en la estación por unos años…
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Y es aquí donde acaba mi relación estrecha con el tren.
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Durante años he vivido de espaldas a él, hasta hace unos días cuando pensé en un viaje y pensé hacerlo en tren. Y a raíz de ello he evocado esta relación estrecha que en tiempos lejanos mantuvimos los dos, el tren y yo.
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Después de años alejados volvemos a encontrarnos en una estación cualquiera, como dos amantes. Quizá vuelva a surgir el amor entre el tren y la viajera y caminemos juntos de nuevo.
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De momento hemos reanudado el contacto y veremos si está relación tiene futuro y volamos por los espacios cual AVE…
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TRENES
Tren del día, detenido
frente al cardo de la vía.
—Cantinera, niña mía,
se me queda el corazón
en tu vaso de agua fría.
Tren de noche, detenido
frente al sable azul del río.
—Pescador, barquero mío,
se me queda el corazón
en tu barco negro y frío.
(Rafael Alberti)
(las fotos son bajadas de Internet)
Estrella:
A mí me parece muy pintoresco un viaje en tren, debe ser porque el de mi Perú, que va de la ciudad de Lima a la sierra central, atraviesa desde muy poco después de salir de la estación de Desamparados en pleno centro de la ciudad, extensiones de cultivado verdor que me hacía (porque por ahora no hay tren de pasajeros a Huancayo, sólo para carga) soñar con otra realidad libre del caos vehicular y la agitada presión de vivir en una ciudad con varios millones de habitantes que sin embargo fue levantada en el camino como si nunca fuéramos a pasar de un millón. Ni qué decir de la belleza de sus paisajes al superar los dos mil metros de altura rumbo a los cuatro mil y tantos, sorteando abismos de vértigo y sintiendo inolvidables sensaciones al librar las decenas de túneles que cómo bocas oscuras aparecen de pronto entre colosales montañas y nevados que conforman la Cordillera de los Andes, y luego de coronar Ticlio a 4,829 mt de altitud, el tren con más de veinte vagones desciende y se encamina hacia Huancayo, ciudad que conocí a los dieciséis años. Como a ti, un tren no sólo me recuerda el placer de viajar entre parajes de solitaria paz y belleza sino también, un amor que alguna vez maduró. Ella tenía treinta y dos años y era muy guapa, había sufrido una decepción amorosa con su esposo y estaba separada de él, yo fui como una sorpresa en su vida, jamás imaginó según me dijo ella la primera vez que me hizo suyo en la habitación de huéspedes de mi casa, que el hijo de su mejor amiga la lograse conquistar, y yo con sólo dieciséis añitos le creí, y además, acepté feliz la invitación que mi hizo a pasar el resto de las vacaciones escolares en su casa en Huancayo y que mi madre gustosa también aceptó para yo respirar otros aires más puros y conocer un poco más de las delicias del campo según las escuché hablar muy entusiasmadas. Estuve dos meses en su casa hasta que el esposo regresó y le pidió perdón.
Desde ahí, los trenes me hacen evocar curiosamente esa relación, debe ser que al margen de la duración o desenlace del sentimiento, viajar en tren la primera vez, fue para mí, una lenta y traqueteante marcha por parajes desconocidos… pero que ya anhelaba descubrir.
Me llenó el espíritu, esta puntual descripción de tu relación con el tren, y la belleza de la narración, me cautiva como siempre y motiva, a comentar desde mis propios recuerdos.
Un beso, Estrella.
Pensador, disfruto mucho con tus comentarios, sabes envolver en sabiduría mis humildes escritos, que el único mérito que tienen es que están hechos con el corazón más que con la cabeza.
Sería una aventura ir en ese tren entre abismos, túneles y montañas verdes. Y sería un placer hacerlo despacio y en buena compañía, contemplando el paisaje, dejándose mecer por el vaivén del vagón y mostrando júbilo ante algo inesperado, «¿ves allí? mira que hermoso aquel valle…» y entre risas mirar por la ventanilla para verlo y al hacerlo, juntar las cabezas ante el cristal y buscarse y besarse…
Todos tenemos recuerdos que guardamos en ese baúl llamado memoria, como digo yo algunas veces, algunos envueltos en fragancias de dicha y otros envueltos en el papel negro del dolor. Y ese recuerdo tuyo del tren y tu aventura de vivir, me ha encantado, lo he imaginado tan vívidamente que es como si lo estuviera viendo. Gracias por hacerme sentir esa sensación, eso sólo se siente con alguien que escribe con el alma, gracias Pensador.
Hacía muchos años que no montaba en tren y mis recuerdos eran demasiado románticos, la realidad me decepcionó un poco… el tren de hoy día va muy rápido, la gente va a lo suyo, ya no se habla, sólo se utiliza el móvil, la tablet o el portátil y yo iba sola… Quizá el problema fue ése, iba sola. Viajar en soledad te da la libertad de hacer lo que quieres sin contar con nadie, pero es muy triste, siempre hay alguien que quisieras estuviera contigo. Pero ese es otro tema…
Un beso, es un placer verte por aquí.
El silbato del conductor
anunciando un viaje largo
hacia el campo gris esperanzado de la tarde.
El tren partía con resoplidos
mientras buscábamos asiento en los vagones.
Aquel tren mixto de la ruta de la Plata, aún lo recuerdo,
de Plasencia hacia Astorga y que paraba en el apeadero del pueblo.
Era nuestro único puente a conocer la vida de fuera…
Los que no viajaban se quedaban se quedaban mirando
a los niños estudiantes y trabajadores emigrantes que, sosteniendo el corazón con un hilo se sueños,
tras las ventanillas decíamos adiós.
Nuestra ilusión viajaba sobre raíles entre castillos de madera.
Buen texto sobre lo que se significó el tren en nuestras vidas.
Un beso
Sí, Justi, tengo el recuerdo de ver tras la ventanilla
el vaivén de las bielas de la máquina
mientras escuchaba el ruido acompasado de la marcha,
como si fuera una música especial…
Son buenos recuerdos,
aunque en aquellos tiempos muchos de los viajes eran tristes,
pero también los hubo alegres,
mientras unos me alejaban de la gente que quería,
otros me acercaban,
circunstancias de la vida,
¡qué deprisa ha pasado el tiempo
y cuántas cosas, cuántas personas, hemos dejado en el camino!
Gracias por ese recuerdo tuyo, aquella infancia nunca olvidada,
imagino tus ojos asombrados mirando el mundo
tras el cristal del vagón…
Un beso.
Qué bonito relato, Estrella. Emocionante, como bien dices al final, por lo diferente que es ahora viajar; parece de película lo que has contado. Me encantó..
Un beso.