Amaneció nublado, con un manto de niebla del que emanaba tristeza.
Y eso era lo que sentía yo esa mañana cuando ya, perdidas mis trenzas, iba a iniciar mi enseñanza en un internado de monjas. Tenía nueve años. Mis correrías por la dehesa, por las minas y el río acababan aquí, al menos por el momento.
Eran las nueve y media, ni abuela me apremiaba. El coche de línea, nombre muy rimbombante para una camioneta con más años que Cascorro, estaba a punto de llegar. Paraba enfrente de nuestra casa y allí, amontonadas en un rincón, estaban las piedras con las que había que calzar las cuatro ruedas para que no se marchara carretera abajo. Nuestro destino era Cervera de Pisuerga, 18 km de carretera estrecha que la camioneta tardaba una hora o más en recorrer. Renqueando pasaba las curvas del pantano y el pueblo de Vañes y luego había que subir el Alto de las Matas, un recorrido entre encinas y avellanos, con curvas muy cerradas y luego la bajada pronunciada hasta Cervera.
En una de esas curvas del descenso un día, años más tarde, el coche de línea se salió de la carretera, su mal estado fue providencial… a la primera vuelta de campana se rompió en mil pedazos y eso evitó que rodara por el terraplén. El accidente se saldo con dos heridos leves, uno de ellos primo mío.
Hasta la tarde no salía el otro coche de línea que me llevaba a Aguilar, mi destino. Hasta entonces había que hacer tiempo. En ese primer viaje mi abuela me acompañaba, un par de años más tarde, ya iba yo sola. Paseábamos y comíamos un bocadillo que llevábamos, sardinas en lata o tortilla francesa de nuestras gallinas, porque no estaban los tiempos para otra cosa.
El coche de línea que me llevaría a mi destino tenía la salida a las cuatro de la tarde. 24 km, hora y media de camino más o menos pues aunque el coche fuera más nuevo que el de mi pueblo, había más paradas. Yo miraba por la ventanilla aguantando las lágrimas, sentía que ya nada iba a ser igual, solo volvería al pueblo en vacaciones y algunas quizá tampoco, si me tocaba ir a casa de mis tíos. Los hombres bajaban a tomarse vinos en la cantina y el conductor tocaba el claxon para que subieran de nuevo y seguir viaje. Mientras memorizaba el nombre de los pueblos que íbamos pasando, contemplaba el paisaje y el cambio que se había ido produciendo desde que había dejado mi pueblo: la montaña se había convertido en una llanura que parecía un páramo.
Al llegar al desvío de Corvio, mi abuela me dijo que estábamos llegando y así era. Al poco tiempo, a la vuelta de una curva apareció Aguilar, el pueblo a la izquierda y el muro del pantano a la derecha. El mismo muro que, estando interna, me daba miedo cada vez que había tormenta y pensaba que se iba a venir abajo e iba a arrasar el pueblo.
Aquella noche dormí ya en el internado, era octubre, se anunciaba el invierno y yo sentía frío por dentro, el frío de la soledad y en cierto modo, del abandono. Allí pasaría siete años…
Un viaje de 42 km que había empezado a las 9 y media de la mañana y que terminaba a las 6 de la tarde, minuto arriba, minuto abajo. Hoy, la carretera de Aguilar a Cervera está un poco mejor, pero la de Cervera a mi pueblo está casi igual, las mismas curvas, el puertecillo, el pantano, las vacas…
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Me han venido al recuerdo estos viajes de infancia en aquellos viejos coches de línea que me llevaban del pueblo al internado, al leer un post de Rafalé Guadalmedina y sus viajes en autobús de Madrid a Granada y viceversa. Podéis enlazarlo si queréis leerlo, pinchando en su nombre.
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