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Archive for the ‘recuerdos de infancia’ Category

Pantano de Requejada y el pueblo de Vañes (foto tomada de Internet)

Amaneció nublado, con un manto de niebla del que emanaba tristeza.

Y eso era lo que sentía yo esa mañana cuando ya, perdidas mis trenzas, iba a iniciar mi enseñanza en un internado de monjas. Tenía nueve años. Mis correrías por la dehesa, por las minas y el río acababan aquí, al menos por el momento.

Eran las nueve y media, ni abuela me apremiaba. El coche de línea, nombre muy rimbombante para una camioneta con más años que Cascorro, estaba a punto de llegar. Paraba enfrente de nuestra casa y allí, amontonadas en un rincón, estaban las piedras con las que había que calzar las cuatro ruedas para que no se marchara carretera abajo. Nuestro destino era Cervera de Pisuerga, 18 km de carretera estrecha que la camioneta tardaba una hora o más en recorrer. Renqueando pasaba las curvas del pantano y el pueblo de Vañes y luego había que subir el Alto de las Matas, un recorrido entre encinas y avellanos, con curvas muy cerradas y luego la bajada pronunciada hasta Cervera.

En una de esas curvas del descenso un día, años más tarde, el coche de línea se salió de la carretera, su mal estado fue providencial… a la primera vuelta de campana se rompió en mil pedazos y eso evitó que rodara por el terraplén. El accidente se saldo con dos heridos leves, uno de ellos primo mío.

Hasta la tarde no salía el otro coche de línea que me llevaba a Aguilar, mi destino. Hasta entonces había que hacer tiempo. En ese primer viaje mi abuela me acompañaba, un par de años más tarde, ya iba yo sola. Paseábamos y comíamos un bocadillo que llevábamos, sardinas en lata o tortilla francesa de nuestras gallinas, porque no estaban los tiempos para otra cosa.

El coche de línea que me llevaría a mi destino tenía la salida a las cuatro de la tarde. 24 km, hora y media de camino más o menos pues aunque el coche fuera más nuevo que el de mi pueblo, había más paradas. Yo miraba por la ventanilla aguantando las lágrimas, sentía que ya nada iba a ser igual, solo volvería al pueblo en vacaciones y algunas quizá tampoco, si me tocaba ir a casa de mis tíos. Los hombres bajaban a tomarse vinos en la cantina y el conductor tocaba el claxon para que subieran de nuevo y seguir viaje. Mientras memorizaba el nombre de los pueblos que íbamos pasando, contemplaba el paisaje y el cambio que se había ido produciendo desde que había dejado mi pueblo: la montaña se había convertido en una llanura que parecía un páramo.

Al llegar al desvío de Corvio, mi abuela me dijo que estábamos llegando y así era. Al poco tiempo, a la vuelta de una curva apareció Aguilar, el pueblo a la izquierda y el muro del pantano a la derecha. El mismo muro que, estando interna, me daba miedo cada vez que había tormenta y pensaba que se iba a venir abajo e iba a arrasar el pueblo.

Aquella noche dormí ya en el internado, era octubre, se anunciaba el invierno y yo sentía frío por dentro, el frío de la soledad y en cierto modo, del abandono. Allí pasaría siete años…

Un viaje de 42 km que había empezado a las 9 y media de la mañana y que terminaba a las 6 de la tarde, minuto arriba, minuto abajo. Hoy, la carretera de Aguilar a Cervera está un poco mejor, pero la de Cervera a mi pueblo está casi igual, las mismas curvas, el puertecillo, el pantano, las vacas…

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Me han venido al recuerdo estos viajes de infancia en aquellos viejos coches de línea que me llevaban del pueblo al internado, al leer un post de Rafalé Guadalmedina y sus viajes en autobús de Madrid a Granada y viceversa. Podéis enlazarlo si queréis leerlo, pinchando en su nombre.

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 ¡Estoy emocionada! Siempre me pasa el día de San Miguel. ¿Sabéis? es la fiesta de mi pueblo. Me he asomado a la ventana y el día está un poco nublado y hace frío. Ya es final de verano y se nota.

Dentro de unos días me voy al internado, así que voy a disfrutar la fiesta especialmente.

Ayer por la tarde, mi abuela mató un pollo, ¡pobrecito! Le dobló el cuello, le hizo un corte y se fue desangrando poco a poco en una taza que sujetaba yo, ¿es crueldad o inconsciencia por mis pocos años no sentir el dolor del  pollo? Seguro que con los años me daré cuenta…

 Mi abuela le metió un momento en agua hirviendo (ya estaba muerto ¡eh!) y empezamos a quitarle las plumas. Le troceó y ya colocado en la “fresquera” estaba listo para la comida de hoy.

Ya tengo preparado el barreño con agua caliente para bañarme. Y mi vestido de los domingos, de cuadros blancos y rojos y un lazo rojo en la cintura y los únicos zapatos que tengo. Ya tienen dos años y me aprietan un poco, pero como voy a ir al cole ya me han comprado unos muy feos para llevar allí y no tenemos dinero para más.

Me parece que estoy muy guapa con las trenzas, aunque me las van a cortar antes de ir al colegio, no sabría peinarme bien porque solo tengo nueve años.

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Hoy vamos a comer arroz con los menudillos del pollo (el hígado, la molleja, la sangre coagulada, la punta de las alas, el cuello y la cresta) Solo lo comemos en días muy señalados del año y me encanta. Mi abuela siempre abre una lata de berberechos y los echa también al arroz, en cuanto ella se descuida me bebo el caldo.

Y hablando de caldo… Han llegado los músicos con el tío Elías, el alcalde, el secretario y el cura. Mi abuela les tiene preparada una botella de vino dulce. ¡Y en las otras casas del pueblo también, cómo se van a poner! es una costumbre todos los años.

Ya se han marchado. Voy a probar el vino… ¡qué rico! Como no hay nadie más, todos han salido a la puerta de casa, me bebo lo que queda en un vasito, no pasa nada así que hago lo mismo con todos los culines que han dejado. Me siento muy bien. Creo que me he emborrachado un poco.

¡Uy, qué sueño me está entrando! Voy a sentarme en el sillón de mimbre de mi abuela que está en el portal.

-¡Estrella!

Es mi mami (así llamo a mi abuela), creo que me he quedado dormida. Se asoma desde la cocina y me mira extrañada.

-¿Qué te pasa? ¿estás mala?

-No, mami, tengo sueño.

-Espabila, va a venir el tío Marcos a comer y tienes que ir a por agua a la fuente.

-Ya voy…

El arroz está muy bueno. Y el guiso de pollo también. Pero lo que más me gusta es la tarta de galletas que hace mi abuela, rellena de chocolate y de una crema como el flan pero más blandita… no sé cómo se llama, cuando sea mayor lo sabré.

No me encuentro bien, mi abuela me mira raro pero no le voy a decir que he bebido vino porque se va a enfadar y tiene la mano muy suelta, ya sabéis ¿no?

Voy a dormir otro rato en el sillón, así, cuando empiece el baile, ya estaré mejor. Me gusta mucho ver a los músicos, uno toca el acordeón y otro tiene un bombo y unos platillos y la gente baila mucho. Hoy es la última fiesta de la comarca, San Miguel, 29 de septiembre, la fiesta de mi pueblo y hay mucha gente.

El invierno se acerca…


Dedicado a Note. Dejé un comentario en su blog hablando de la vez que cogí una «cogorza» en la fiesta de mi pueblo cuando era una niña todavía, y me sugirió que lo pusiera en mi blog y yo soy muy bien mandada, jajaja…

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aguilar

Y mientras yo me iba alejando por momentos de la niña de las trenzas… aquella niña que se perdió un día de octubre, entre los pasillos solitarios de un caserón oscuro…”

.

Así terminaba la segunda parte del relato de mis años de colegio.

.

Y mientras aquella niña se convertía en una jovencita

que había cambiado las trenzas por una larga melena,

algo se movía en nuestro país…

Eran los últimos años de la década de los sesenta.

En el internado también soplaban aires de cambio.

Primero cayó el rosario de las tardes,

luego la misa se limitó a los domingos y días señalados.

La disciplina se fue relajando,

empezaron a dejarnos salir las tardes de los fines de semana,

a las 8 teníamos que estar en el colegio para la cena,

pero disfrutábamos a tope aquellas horas.

.

Trece, catorce años,

primeros escarceos con los chicos,

recuerdo los primeros papelitos a través del portón del patio,

los dedos temblorosos mientras los desenvolvía.

nada importante, un juego infantil sin más.

Aquel chico que me miró en la entrada del cine,

– ah, ¿estás interna en el colegio?

era la seña de identidad,

pichi gris, chaqueta azul marino y camisa blanca,

nuestros primeros paseos uniformadas.

Luego, dejamos atrás el uniforme en las tardes de domingo…

par

.

Llegaron las primeras cartas,

la emoción encubierta, mientras en el comedor,

a la hora de la comida, esperaba que dijeran mi nombre,

Elena, Maite, Mariluz… Estrella,

el corazón palpitante, tenía quince años,

y un muchacho al que había dejado un poco en suspenso,

después de verle coladito por mí.

Nada serio tampoco, un mes de quedar en las tardes de domingo,

charlas, paseos, apenas el roce de una mano, al descuido.

Un día le dije,

– soy muy joven… seamos solo amigos

y él, que vivía fuera, durante un tiempo me escribió,

manteniendo la esperanza.

.

Y llegó mi último año de colegio, el año que cambió mi vida,

Ya los fines de semana los pasaba fuera del colegio.

Era un día de febrero,

tenía dieciséis años, cumplidos en diciembre,

la calle era un manto blanco,

el frío intenso hacía coger color a mi cara.

Un conjunto musical, Los Ángeles, de moda en aquel entonces,

actuaba en la discoteca

y allí estaba él, no era la primera vez que le seguía con la vista,

Pero aquella tarde, sus ojos se cruzaron con los míos

y enganchamos la mirada,

en ese momento se estaba forjando mi futuro,

aunque yo no lo supiera…

.

Vinieron los primero roces tímidos,

hacer manitas en las últimas filas del cine,

sentir el cosquilleo en el cuerpo,

y la sensación de necesitar más y más…

Hasta que un día, llegó el primer beso,

¿cómo empezó? no sé, recuerdo mi ansiedad,

recuerdo nuestros cuerpos apretados al compás de la música

y su boca paseando por mi cuello ,

recuerdo el calor de mi cuerpo,

y, cuando me besó en la boca, yo respondí al beso.

Esa noche, cuando volví al internado,

temí llevar escrito en mi cara lo que había pasado.

Sentí aquel beso como un compromiso,

y después vinieron más,

escondidos en la penumbra de algún portal,

un mar de emociones, jurándonos amor eterno.

pare

.

Y mientras, las visitas al pueblo eran cada vez más escasas,

mi abuela ya no vivía allí,

había cambiado la quietud del campo

por la fea agitación de la periferia de Madrid.

Y yo seguía repartiendo mis vacaciones por diversas casas,

sintiéndome que estaba de más en todas ellas.

No es difícil suponer que, en mi soledad,

el amor llegara como un ciclón a mi vida,

nadie lo supo entender,

aunque en un primer momento, pensaron,

– se la pasará, cuando venga a Madrid, olvidará,

pero… se equivocaron.

.

Acabó el curso y mi paso por el internado.

La niña a la que cortaron las trenzas en un mes de octubre,

se había convertido en una señorita.

Aparentemente, la fierecilla había sido domada,

pero solo aparentemente.

En aquellos años tuve otra vez trenzas,

luego lucí una linda melena,

y al final, antes de abandonar el colegio,

volví a dejar que me metieran la tijera,

pelo corto otra vez, como un chico rebelde.

Acababa una etapa como la empecé,

pero ya no era la misma.

Entre aquellas paredes quedó la inocencia de la niñez

para siempre.

.

Tenía dieciséis años y una vida por delante… 

 

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otoño 011 .

¿Os acordáis de esa niña que se perdió en un mes de octubre,

de hace un montón de años?

era otoño, como ahora.

.

Aquella tarde, una pesada puerta de madera,

con herrajes de metal, se cerró tras de mí.

El cambio de vida fue radical tras la llegada al internado.

De vivir en el campo, todo el día en la calle, trasteando,

jugando con los chicos, entre animales y naturaleza,

pasé a vivir en una especie de caserón, rodeado de un alto muro,

viendo, apenas, un trocito de azul del cielo.

Durante los primeros días, no eché a faltar nada…

la emoción de lo desconocido me tenía ocupada la mente, supongo.

Por las noches, después de acostanos oía llorar a mis compañeras,

pero yo no recuerdo haber llorado nunca en la cama,

creo que sólo lo hice un año por mi cumpleaños,

aquel año que no recibí carta de mi madre… 

. puerta

La vida en el colegio era monótona y disciplinada.

A las 7 nos levantábamos para ir a misa,

y luego, entre las 8,30 de la mañana

y las 9 de la noche, que nos íbamos a la cama,

se desarrollaba el resto del día.

Clases, horas de estudio y rosario.

A mediodía, a las internas, después de comer,

nos llevaban de paseo por las afueras del pueblo,

en dirección al muro del pantano

hasta el “convento caído”,

un monasterio derruído, hoy ya restaurado.

¿Imagináis? todas en fila india por la orilla de la carretera,

con una monja abriendo el cortejo y otra cerrándolo.

A las ocho la cena,

luego un ratito de patio y a las nueve ya estábamos en la cama…

Se imponía el silencio y una monja hacía guardia

hasta que no se oía nada. Chissss… ¡a callar!

Y para no perdernos de vista,

tenía su cuarto en un rincón del dormitorio.

.

Yo empezaba a echar de menos la libertad del campo,

pero siempre he sido fuerte y pensé que aquello era lo que tenía

y había que apechugar con ello. pantano

Era una niña simpática, despierta, amistosa

y me granjeé la estima de las monjas y de mis compañeras.

Buena estudiante, destacaba, siempre de las primeras de la clase.

Pero era algo a lo que no daba importancia, no era nada empollona,

pero aprendía con facilidad.

.

Esos primeros años fueron todos iguales,

me pasaba el trimestre sin salir del colegio,

con escasas visitas, o ninguna…

En vacaciones de Navidad y Semana Santa

me repartían entre mi abuela y mis tíos y en verano iba al pueblo,

¡lo que disfrutaba yo en aquellos veranos!

Entonces volvía a ser la niña de siempre,

la de las correrías por el campo, la de las risas,

intentaba atrapar el paisaje en mis ojos,

recorría los montes, la dehesa, la cueva del moro…

Volvía a ser yo, me llenaba de los sonidos del campo,

de los aromas, de los colores, 

¡otra vez, el potrillo galopando…!

A primera vista, no parecía que estuviera haciendo demasiado efecto

el paso por el colegio para convertirme en una señorita,

pero aún era pronto,

yo aún era un crisálida que un día se convertiría en mariposa.

.

medalla

La beca que me habían concedido,

apenas llegaba para pagar un trimestre del internado,

y mi madre se hacía cargo de todos mis gastos.

En estos siete años recibí una sola vez la visita de mi padre,

recuerdo que me llevó a comer a un restaurante,

me paseó en su coche hasta un pueblo cercano,

me compró una medalla y una cadena de oro,

que conservé hasta que un día,

cuando mis hijos eran pequeños,

vendí todas las cositas de oro que tenía,

que no eran muchas, para llegar a fin de mes…

(pero esa es otra historia)

Durante un tiempo nos carteamos,

hasta que en una carta se despachó a gusto contra mi madre.

Yo, aunque niña todavía, tenía convicciones firmes

y allí se acabó la correspondencia.

.

Creo que no fui muy feliz, pero ya en aquellos tiempos,

sin saber aún lo que significaba,

mantenía una actitud estoica ante la vida,

las cosas eran así, y había que aceptarlas de la mejor manera posible.

Y fueron pasando cosas,

los tiempos también cambiaron,

y en el internado algo empezó a cambiar también.

lapices

Y mientras… 

yo me iba alejando por momentos de la niña de las trenzas,

aquella niña que se perdió un día de octubre,

entre los pasillos solitarios de un caserón oscuro…

¡el internado!.

 

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.

Back Camera

Back Camera

Publiqué tres posts dedicados a mis tiempos de internado al principio de abrir el blog en WP. Como supongo que muchos no los habréis leído, voy a republicarlos seguidos. Espero que os gusten, la vida en este montón de años ha cambiado mucho.

Los que andáis por una edad parecida a la mía os recordarán vuestros tiempos y a los más jóvenes les parecerá otro mundo…

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Han pasado un montón de años

y aún sigo buscando aquella niña indómita

que se perdió un día de octubre de hace muchos años…

.

Tenía nueve años

y decidieron que a aquel potrillo un poco salvaje,

que corría por los campos

y se subía a los árboles como un gato montés,

había que amansarle un poco.

Y entre doña Carmina la maestra y mi abuela,

con el beneplácito de mi madre,

lo prepararon todo para hacer de mí una señorita.

“La niña no es tonta e igual conseguimos algo de ella”,

imagino que algo así hablaron entre ellas.

Y lo prepararon todo, me buscaron un internado de monjas,

donde harían de mí una mujer de provecho… ¡ja ja! (con ironía)

.

libro

Fuimos a conocerlo.

Una calleja estrecha, un edificio gris, ¡qué triste!

Al entrar, entre aquella penumbra

y aquellos muebles tan viejos ennegrecidos por el paso del tiempo,

me pareció un poco siniestro.

.

Otra cosa eran los patios.

Uno exterior, con una tapia muy alta

que nos ocultaba a la vista de la gente,

con un gran portón, por el que, unos años después,

pasaríamos nuestros primeros mensajes de amor.

Y una patio interior, el más usado,

pues el invierno era crudo y largo en aquel lugar,

siete largos inviernos me esperaban allí, ¡siete!

.

Los dormitorios, estancias grandes, con 10 ó 12 literas a cada lado…

Pasillos vacíos, las paredes desnudas, sin color,

el colegio no era acogedor, era frío e impersonal.

Pero yo siempre estaba dispuesta a vivir nuevas emociones,

cabas

y para mí el colegio era una nueva aventura,

así me lo tomé… ¡qué ingenua!

.

Y aquel día de octubre,

allí, en aquel caserón oscuro, se perdió la niña indómita

de las largas trenzas.

Trenzas que había dejado en el suelo

de la peluquería días antes, con humedad en los ojos.

.

Los preparativos, el uniforme, sábanas, mantas,

colchón de lana, en aquellos tiempos auténtica lana,

además sacada de las ovejas de mi abuela,

al menos iba a tener algo del pueblo conmigo.

Todo marcado a punto de cruz, nº 114.

Ese número me acompañó los siete años que duró mi internamiento.

Entré con nueve, salí con dieciséis,

¡una larga condena!

.

La niña indómita se convirtió en sumisa señorita o eso parecía…

. estuche

.

Se acercaba el día de la partida

En aquel momento no era muy consciente de que

sólo volvería al pueblo para las vacaciones.

Ese primer día mi abuela fue conmigo.

Los siguientes viajes ya me las tendría que apañar yo sola.

Era a primeros de octubre

y el vago recuerdo que me ha quedado en la memoria,

es que era casi de noche cuando llegamos,

que el día estaba muy nublado y ya hacía frío.

No lloré cuando mi abuela se fue,

lo viví en aquel momento como un episodio más en mi vida,

estaba acostumbrada a una vida un poco anárquica,

hoy aquí, mañana allá,

un poco al vaivén de los acontecimientos.

¡otra aventura más…!

.

Era casi la hora de cenar,

había niñas en el patio con sus padres.

alvarez

Y yo estaba sola, 

pero no recuerdo que eso me afectara mucho en aquel momento.

No lo viví como algo traumático,

Como decía antes,

mi vida había sido un poco movida,

no la convencional de la mayoría de los niños.

Creo que dormí bien esa noche,

e incluso creo, que los primeros días me sentí bien.

Fue después, con el paso del tiempo,

cuando sentí que el potrillo que llevaba dentro

necesitaba espacio para correr,

¡ay… mis montañas!

.

Pero eso lo contaré en otro momento,

si no os importa…

.

Aún hoy, sigo buscando dentro de mí

a aquella niña inquieta,

que se perdió un día de octubre de hace un montón de años…

.

castillo .

 

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Recreación de una escuela antigua (foto de mi amiga Belén)

No sé por qué, pero el momento en que empecé la escuela se pierde en una nebulosa de recuerdos.

Yo creo que tuvo que ser en Asturias, porque me vienen a la memoria, en diversas ráfagas, el aprendizaje cantado de la tabla de multiplicar: 1×1 es 1, 2×1 es 2, 3×1 es 3… en una escuela que no era la de mi pueblo. Creo que yo tenía que ser bastante pequeña. Recuerdo un camino de cantos rodados, un puente y luego se llegaba a la escuela. Pero todos estos recuerdos están difuminados como en una niebla espesa, salvo aquel día en que una salamandra se cruzó entre mis pies y no dejé de correr hasta la escuela. Ese momento ha perdurado a través de los años.

Enseguida mis padres acabaron “por peteneras” y no sé cómo, en el plazo de unos pocos días, pasé de la casa de una vecina, con mi madre magullada, a los brazos de mi abuela en el apeadero del tren de La Robla, camino de mi pueblo.

Mi madre emigró y no sé muy bien qué fue de mi padre en aquel momento. Yo me fui a vivir de nuevo al pueblo donde había nacido y donde había pasado largas temporadas con mi abuela.

En mi pueblo, en aquellos tiempos, aún había escuela. Una única escuela donde estudiábamos niños y niñas, pequeños y grandes… ¡éramos tan pocos!. Donde no había llegado la segregación por sexos habitual en la dictadura, ni en la nueva escuela que hubiera pretendido ese espectro del pasado llamado Wert.

¿Véis la primera foto? Es una recreación de una escuela de aquellos tiempos, cincuenta años ya. Parecida era la de mi pueblo. La estufa de leña y carbón en un rincón. Los mapas en las paredes irregulares encaladas, la foto de Franco, los pupitres de madera con dos ranuras para el lápiz y la pluma. El tintero de cerámica encajado en un agujero en la mesa.

Los niños separados por edad. Primer grado, segundo grado y tercer grado, todos con su enciclopedia Álvarez correspondiente. Todo un compendio de sabiduría aquellas enciclopedias, no necesitábamos un libro para cada asignatura ni que nuestras espaldas se curvaran ante el peso de la educación.

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foto de mi amiga Belén

Y doña Carmina, de mesa en mesa iba enseñándonos a leer, a diferenciar las provincias, a recitar versos, a contar con el ábaco… También aprendimos a encender la estufa en aquellos días, muy habituales, en que el frío azotaba las paredes de la escuela. Cuando acababa el curso, había zafarrancho de limpieza, con una lija quitábamos todos los restos de tinta de las mesas y luego las encerábamos, ¡ya estaban listas para el próximo curso!

Pero como parece que yo, desde pequeña, he tenido una especial predisposición a que las cosas no me fueran bien, a los pocos meses de llegar al pueblo caí enferma con una infección ósea en una pierna, de la que, tras dos operaciones y un año entre escayolas y vendajes, me recuperé. Las distintas estancias en varias ciudades buscando remedio a mi enfermedad, hicieron que ese año fuera poco a la escuela. Empecé mi enfermedad con seis años y cuando me dieron el alta me faltaban dos meses para cumplir los ocho.

No recuerdo represión en mi escuela, salvo la foto de Franco. Éramos tan pocos niños que tampoco había diferencia entre sexos y yo era demasiado pequeña para darme cuenta de si ensalzaban mucho o poco al dictador. Dónde sí recuerdo esa represión es en el colegio donde estuve interna seis largos años, de esa estancia ya tengo algunas cosas escritas por aquí.

Siempre he tenido especial predilección por las matemáticas, la geografía y la literatura. Y recuerdo especialmente aquellos mapas mudos, donde íbamos escribiendo con una tiza, capitales de provincia, ríos, montes y otros accidentes geográficos. Aún hoy día no se me han olvidado, de tal manera que mis hijos siempre acuden a mí cuando tienen alguna duda en ese campo. Y en las redacciones no me ganaba nadie, claro que no es extraño, con tan poquitos contrincantes.

En mi casa no se pasaba hambre, mi abuela tenía unas pocas ovejas, dos vacas y media docena de gallinas, además sembraba una tierra de patatas y una de trigo para dar de comer a las gallinas, así que no nos faltaban ni leche ni huevos y por la fiesta de San Miguel y en Navidad, un buen arroz con pollo del corral. Pero dinero no teníamos, así que, fuera de lo que sacábamos de los animales y de las tierras, no podíamos permitirnos cubrir muchas necesidades. Por eso en vez de tizas normales, yo tenía unos “pizarrines” que hacía con trozos de pizarra de una de las cuestas del pueblo. Y como yo, la mayoría de los niños de la escuela. Los pulíamos, los afilábamos una punta y ya teníamos con qué escribir en las pizarras.

Hay otra cosa de aquellos tiempos, que ha perdurado en ese baúl tan variopinto que es la memoria, los miércoles nos daban leche en polvo y un trocito de queso de bola, de ese que tiene la envoltura roja. A mí me gustaba mucho, y es que en casa de mi abuela íbamos muy justitos como para no agradecer algo extra. Era una manera de compensar la dieta escasa y poco equilibrada que seguíamos en aquellos tiempos tan precarios.

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Mi pueblo alfombrado de lirones amarillos (desconozco el autor) 

También recuerdo con especial cariño el mes de mayo. Había una imagen de la Virgen en un saliente de la pared y cada día la llevábamos flores del campo, sobre todo lirios amarillos que crecían al lado del río. Aprendíamos poesías y las recitábamos. Durante años mi abuela me las hizo recitar delante de sus amistades para que vieran “qué bien recita la niña”.

Hasta que de nuevo vino el cambio, doña Carmina, la maestra, un día vino a casa de mi abuela y le dijo: “la niña vale para estudiar, creo que merecería la pena solicitar una beca para hacer el bachillerato” Y así lo hicieron, obtuve la beca y con diez años me internaron para hacer el curso de ingreso, que decían.

Pero esa ya es otra historia, mis andanzas en el internado.

Y de postre, tras estos recuerdos de infancia, un poema:

 

Salen los niños alegres

de la escuela, poniendo en el aire tibio

del abril canciones tiernas.

.

¡Qué alegría tiene el hondo silencio de la calleja!

Un silencio hecho pedazos

por risas de plata nueva.

~

(F.García Lorca)

.

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puerto

FELIZ NAVIDAD. Lo verdadero de estas fiestas es la ilusión y la ingenuidad con que las viven los niños y por ellos intentamos, al menos yo, espantar los fantasmas y hacer que se conviertan para ellos en  recuerdos maravillosos para el futuro.

Como maravillosos son algunos de mis recuerdos de infancia, como este escrito, uno de los primeros que puse en el blog y que os traigo de nuevo para que retornéis a la infancia por un ratito… ¡Qué seáis felices!

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Tengo nueve años y vivo en el pueblo con mi abuela.

En Octubre, cuando lleguen de la sierra los primeros fríos

iré, quizá me lleven, de interna, al colegio de las monjas.

Me da pena dejar el pueblo,

aquí me divierto mucho.

Cerca, una fuente y allí, un poco más lejos, la otra.

al lado de la carretera está mi casa, y un poco más alejada hacia el prado,

la casa de mis primos.

Tiene que estudiar… dice la maestra,

y mi abuela así lo manda.

Pero antes, mañana, voy a ir de excursión.

pue

Esta noche apenas he dormido,

estoy nerviosa, porque vamos a ir mañana al puerto a coger avellanas.

No he parado en toda la noche y mi abuela me ha reñido porque no la dejaba dormir.

Entonces me he estado quieta y callada,

sólo escuchando mi respiración… y he pensado mucho.

Vamos a ir en el coche de línea que va a Cervera, pero hoy es un día especial,

y vamos a otro sitio, es domingo y vamos de excursión al puerto de Piedrasluengas

(siempre tengo que repetir el nombre,

porque se me traba la lengua y no me sale)

.

En cuanto mi abuela se ha levantado, yo he corrido detrás de ella,

esperaba este momento de dejar la pesadez de la cama.

Estoy tan emocionada…, sobre la mesa queda medio tazón de leche,

no tengo ganas de comer.

El coche está muy viejo, pero es el único que hay por aquí,

dicen todos que a ver si tenemos que empujar.

Mi abuela ha preparado los bocadillos,

de chorizo, los que más me gustan,

y para beber hay gente que lleva la bota de vino,

yo como soy pequeña beberé agua de la fuente…

Parece un día de fiesta y yo estoy muy contenta.

.

Vamos en dirección al puerto,

mi abuela dice que esta zona es la más bonita de España,

seguramente exagerará, ella casi no ha visto nada,

pero creo que sí es bonita.

.

hoz

Se ven muchas vacas por los prados según vamos subiendo al puerto.

Hay unas peñas al lado de la carretera que yo siempre las llamaba las peñas de la O,

pero que se llaman las peñas de la Hoz.

Cerca, dos encinas, matorrales,

y al otro lado un río muy pequeño con muchas piedras alineadas para poder atravesarle.

Paramos un momento y bebo agua del río,

está muy limpia y dice mi abuela que el agua limpia de la montaña no es mala.

Aquí recuerdo haber venido otras veces a recoger té,

mi abuela lo usa para todo, cada vez que estamos malos, té o manzanilla,

se cree que con eso todo se cura.

Quizá tenga razón.

.

Dicen que el paisaje es único,

será verdad porque a mí corta edad todo me lo parece.

Cuando salgo del pueblo todo es nuevo y divertido,

menos ahora, cuando tenga que ir al colegio.

Este viaje me suena a despedida…

y las despedidas me aterran pune

La carretera tiene muchas curvas y es empinada,

pronto pasamos el pueblo de Piedrasluengas y enseguida viene el puerto…

 

.

Hace mucho sol… pero está fresquita la mañana,

nos asomamos al valle y no se ve nada, parece un mar,

– no es raro, -dice mi abuela- es la niebla,

luego se quitará y veremos el valle.

Yo estoy deseando que se abra la mañana.

Tantas flores esperan, como yo, la luz…

 

A un lado de la carretera está el valle y al otro lado Peña Labra,

es muy bonita,

dice mi abuela que en los días claros, desde la cima, se ve el mar Cantábrico,

yo no he estado nunca en el mar… solo lo he visto en foto,

tengo ganas que me lleven alguna vez,

igual cuando venga de vacaciones mi madre.puer

Solo hay otros dos niños y yo, nos metemos entre los avellanos,

pero como las avellanas están un poco altas,

enseguida nos cansamos y nos dedicamos a correr

y ver si hay renacuajos en el arroyo y en la fuente.

Me gusta verles cuando mueven la cola…

cuando se hacen grandes se convierten en ranas,

me lo ha dicho mi abuela.

Todo lo que sé, lo sé por mi abuela, ella es mi enciclopedia,

¿Lo sabíais vosotros?

!es que mi abuela sabe mucho!.

.

Nos están llamando para comer, sé que me van a reñir, estoy sucia

y con las alpargatas empapadas, pero…

¡ha sido tan divertido, que no me importa!

No me siento ni para comer, quiero ver el valle, peña labra

revolcar mi mirada por el paisaje ya despejado.

¡Uy!, parece que está en un pozo.

Se le ve muy hondo, hundido en las montañas,

¡qué bonito! ya sabía yo que mi abuela decía la verdad.

Y me quedo extasiada, como soñando,

hasta que los mayores empiezan a llamarnos.

Es hora de volver a casa, empieza a anochecer

y el cielo se ve rojo tras las montañas ¡qué bonito!

¡me da tanta pena tener que irme…!

 

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Recupero el primer post que publiqué en Worpress. Al poco tiempo la casa de mi abuela se quemó en un incendio y no he vuelto a ir por allí. Hay días que siento añoranza de aquellos tiempos en los que empezaba a vivir.

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Ocurrió en el pasado otoño.

Salí de casa temprano. El sol lucía claro y el cielo estaba moteado de nubes blancas.

El paisaje fue cambiando poco a poco, kilómetro a kilómetro, hasta pasar de la llanura burgalesa a la montaña palentina.

El tinte tostado de los campos de trigo ya cosechados, fue dejando paso, según me iba acercando a mi destino, al amarillo brillante de los campos de girasoles y el verde de los patatales y éstos a su vez también quedaron atrás, apareciendo matorrales y pequeños bosques de encinas y avellanos.

Dejé atrás las curvas del pantano de Requejada, primer pantano de los que alimenta el río Pisuerga en su camino hasta el Duero.

Un río Pisuerga aún en pañales por esa zona, a poco más de una veintena de kilómetros de su nacimiento, en la cueva del Cobre.

El camino que iba haciendo con el coche era, al mismo tiempo, conocido y desconocido para mí. Era conocido para aquella niña de las trenzas que, apesadumbrada, iba en el coche de línea al internado y que, con temor contemplaba, en los inviernos nevados,como el agua del pantano casi alcanzaba la altura de la carretera.

Y era desconocido para la mujer madura que, con ojos curiosos, intentaba encontrar aquella infancia perdida.


Aún lucía el sol cuando llegué al lugar donde, una noche de luna llena y campos nevados que relucían con su reflejo, aterricé en este mundo de luces y sombras.

Miré todo con ojos curiosos, creo que, aunque he estado algunas otras veces siendo adulta, nunca lo había mirado con esos ojos, escudriñando donde había quedado escondida mi niñez.

La casa que me vio nacer, la casa de mi abuela, presentaba un aspecto casi ruinoso, el corral invadido de malas hierbas, la pared abombada, la puerta que apenas podía abrirse.

Cerré los ojos y me vi asomada a la ventana, contemplando las mañanas claras y luminosas del verano.

Me adentré por la calleja hasta la fuente de la que apenas quedaba un chorro con cuatro gotas de agua.

Y en el callejón, los morales en los que me entretenía en mi camino, ya no existían.

Quizá los sapos, que en la noche se cruzaban entre mis pies y que tanto repelús me daban, sigan saliendo por las noches, no sé…

Todo parecía empequeñecido a mis ojos, ¿había cambiado el pueblo o había cambiado yo?

Del escobar donde íbamos a recoger ramos para encender la lumbre, apenas queda nada, ha sido arrasado por una plaga y la peña Tremaya sigue dominando el paisaje.

Las vacas siguen pastando, pero falta algo, todo ha empequeñecido, faltan risas, faltan niños jugando al escondite en la carretera, faltan los perros y los gatos, falta vida…

Las casas están cerradas casi todo el año y se nota, ni siquiera existe la cantina donde íbamos a por dos reales de aceitunas, una botella de vinagre o una lata de berberechos para hacer el arroz el día de San Miguel, la fiesta del pueblo, mientras las campanas de la iglesia tocaban a misa…

Lo miré todo con aire de tristeza,encontré a faltar la alegría, la emoción, la ilusión de los pocos años.

El tiempo había pasado y allí había quedado enterrada una parte de mí, en aquel momento supe que algo que buscaba se había perdido para siempre y me sentí desvalida, como que hubiera perdido mi norte.

Fue una sensación extraña, la sensación de no pertenecer a ninguna parte, de ser una estrella errante en busca de su destino.


Esa fue mi primera impresión al volver a mi pueblo, hubo alguna más que quizá otro día os iré contando.

 

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bisabuela

Que sirvan estas líneas que escribo de homenaje a una mujer a la que he aprendido a valorar con los años: mi abuela, lo más parecido a una madre que tuve (en la foto, con mi bisabuela, allá por el año 1909, hace más de un siglo) Os habréis dado cuenta los que me seguís, ella aparece siempre en mis recuerdos de infancia.

Recuerdo que cuando era niña y nos mandaba al pueblo vecino a comprar miel a casa del «tío Baldomero» le decíamos:

– Mami (era el nombre que la dábamos sus nietos), cuéntanos lo que os hizo el tío Baldomero después de la guerra.

Y ella nos contaba, sin ningún atisbo de rencor, cómo, una vez terminada la guerra civil, con mi abuelo preso en la cárcel de Santoña, a ella y a sus tres hijas, la mayor de siete años, el «tío Baldomero» les rapó el pelo al cero, para escarnio ante todos por roja. Y no una, sino varias veces. Y ahora, nosotras íbamos a comprarle la miel, como si nunca hubiera pasado nada.

(más…)

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nevada noche


Estos gélidos días de atrás,

cuando un manto blanco cubría la tierra

y el frío se colaba por todas las rendijas,

recordaba aquellos inviernos en el pueblo

de hace un montón de años,

cuando era una indómita niña con trenzas,

¿os acordáis?

Durante días se cerraba la escuela,

no había manera de que la maestra,

que vivía en un pueblo de al lado,

pudiera llegar.

Entonces me pasaba el día en la calle

con las botas de agua y la bufanda,

jugando con la nieve

hasta que me dolían los dedos de frío.

Entonces, con los ojos brillantes y llorosos,

los dedos morados y los pies insensibles

volvía a casa,

por un lado feliz y temerosa por otro

y ahora… le tocaba el turno a mi abuela,

que me soltaba una buena reprimenda,

mientras me echaba agua fría

por encima de las manos heladas

para hacerlas entrar en calor.


niña 

Por la noche caía rendida en la cama,

arrebujada en el colchón de lana.

Las noches eran muy frías

y las habitaciones parecían páramos.

Recuerdo que mi abuela me metía en la cama

una botella llena de agua caliente,

con una punta larga de hierro dentro

o alguna varilla de metal para que no estallase,

¡qué tiempos aquellos!

no sé si existían las bolsas de agua,

pero en mi casa no había.

¿Habéis sentido el tacto de un colchón de lana?

es cálido y confortable,

se ajusta al cuerpo como un molde

abrazándolo.

 ovejas

Y al hilo de estos recuerdos

me vienen a la memoria los veranos en el pueblo

¡aquellos días en el río!

desde la mañana a la noche,

preparando los colchones para el invierno.

Lavar las fundas, varear la lana,

rehacerlos de nuevo.

Eran unos días especiales o a mí me lo parecían.

Y me viene el olor de los garbanzos con fideos

que mi abuela llevaba para comer.

El río estaba como a un kilómetro del pueblo

y pasábamos todo el día allí.

Se extendía la lana encima de una manta

y con una vara larga se la golpeaba

hasta que las bedejas quedaban suaves y esponjosas.

Mientras tanto las fundas se lavaban en el río

y se ponían a secar en los arbustos.


vareo .

A mediodía nos sentábamos a la sombra

a comer los garbanzos… ¡qué bien me sabían!

Lo habitual cuando se hacía cocido en casa,

era que se sirviera la sopa como entrante

y aparte, los garbanzos con su guarnición,

más bien escasa,

a base de artículos de la matanza del cerdo,

que no estaban los tiempos

para muchas alegrías culinarias.

Pero esos días, que yo sentía como de fiesta,

se mezclaba para tener que trasladar menos cacharrosgarbanzs

y a mí me gustaban mucho,

es lo que más recuerdo,

el sabor de aquel potaje… ¡qué rico!

Por las tardes, cuando las fundas estaban secas,

se metía de nuevo la lana dentro

y se iban haciendo atadillos de un lado a otro

con una aguja especial

haciendo el almohadillado, luego se cosía el borde,

ya estaba listo para otra temporada.

Y de vuelta a casa, al anochecer,

unas sopas de leche y a dormir.

 

Y qué cálidos eran aquellos colchones de lana

tan distintos a los actuales,

Estas noches pasadas, tan frías como las de antaño,

he echado de menos

aquel abrazo amoroso de mi niñez,

¡el abrazo del colchón de lana!

.

 

 

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