
Republico este post antiguo para desearos FELICES FIESTAS. Las mías este año aún serán más tristes que los anteriores: una nueva ausencia se añade a las que han ido quedando en el camino. Abrazos para todos.
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Otra vez Navidad, otra vez el estrés, el derroche, el desenfreno.
Y mi ánimo por los suelos, una secuencia que, desde hace mucho tiempo, se repite año tras año. Este años hay que lamentar una ausencia más, mi madre.
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En realidad, no sé de donde me viene esa aversión a estas fiestas.
Apenas tengo recuerdos de ellas, cuando era niña.
Mi primer recuerdo borroso me trae a la memoria un turrón de cacahuete, duro como una piedra… tan duro que había que usar el martillo para trocearlo.
Luego, como ratoncillos lo íbamos royendo, más que comiendo.
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Además, en aquellos tiempos los inviernos eran muy crudos y la nieve apenas se iba de aquel pequeño pueblo de montaña, mi pueblo. La mitad del invierno nos lo pasábamos incomunicados.
Así que supongo que había que apañarse con lo que había en casa.
Y en casa de mi abuela pocas cosas había, cuatro gallinas, algunas ovejas, un par de vacas, un cerdo que se iba engordando a lo largo del año, huevos, patatas y poco más. Éramos afortunados, no recuerdo haber pasado hambre, aunque sí falta de muchas cosas.
Para esas fiestas se mataba a uno de los pollos… prefiero no acordarme de cómo se le mataba al pobrecillo, cómo se iba desangrando poco a poco hasta morir. Pollo casero guisado y como era invierno, sopa hecha con la sangre y los menudillos del pollo.
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Con huevos, leche y harina, que nunca faltaban, se podían hacer postres muy ricos, especialmente brazo de gitano ¿es éticamente correcto este nombre o me tacharán de racista? y flan, que era lo que más me gustaba a mí.
Y es que cuando ya nos dolían los dientes de roer el turrón de cacahuete, no estaba mal comer algo blandito.
Más adelante, estando ya en el internado, iba a pasar la Navidad a casa de unos tíos, y allí nos juntábamos unos cuantos chiquillos. Al haber niños ya se vivía un poco de espíritu de Navidad, había peladillas, polvorones, mi tía hacía un brazo de gitano relleno de crema riquísimo y los niños lo disfrutábamos.
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También recuerdo la primera naranja que comí, fue un regalo de Reyes,
y hubo otros, no demasiados, en casa no abundaba el dinero.
Recuerdo cuando mi prima y yo, que estaba convaleciente de mi primera operación en la pierna y ya, con “la mosca detrás de la oreja”, como sabuesos fuimos olfateando hasta descubrir la “pieza” debajo de la cama.
La tal pieza era un “armario de luna” para los vestidos de las muñecas, de madera con un espejo en medio de las dos puertas. Uno para las dos, por supuesto.
Por ese año, todavía guardamos el secreto. Nadie se enteró que lo habíamos descubierto.
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Lo que no recuerdo es haber escrito nunca una carta de Reyes, supongo que me traían cosas que necesitaba, ropa, algún cuento y recortables… era lo más barato.
No recuerdo reuniones familiares, ni comilonas, ni canciones, ni demasiada celebración y desde luego, no recuerdo haber tenido nunca un sentimiento vivo de Navidad.
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Luego, tras mi boda, ya me vienen recuerdos de celebración de las fiestas.
Los primeros años, cuando mis hijos eran pequeños las llevé más o menos bien,
nos reuníamos (mi familia siempre estuvo ausente, hasta hace unos pocos años cuando mi madre, tras jubilarse en Alemania, empezó a incorporarse a las fiestas) montábamos el belén, el árbol, poníamos adornos y hasta cantábamos villancicos.
Luego fueron cambiando las cosas, los niños se fueron haciendo mayores.
Las celebraciones se centraron en mi casa, yo pensaba, compraba, cocinaba, recibía y acababa un poco harta…
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De poco años acá, los chicos fueron emparejándose, las familias se fueron haciendo más grandes, empezaron a desperdigarse y todo empezó a cambiar. Llegaron las ausencias, las temporales y las definitivas, llegó la desesperanza, la soledad, la añoranza…
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Durante unos pocos años apenas las he celebrado y lo poco que lo he hecho ha sido por mis hijos y por mi madre. Hoy mi madre ya no está.
A mí me gustaría dormir y no despertar hasta después de Reyes.
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Pero con un pequeño en casa, hay que sonreir, poner adornos, encender las luces, y es que, aunque no creo en toda esta parafernalia de la navidad, el ambiente me arrastra como a una gran parte de la gente y me gusta ver el brillo en los ojos de Iker.
Mi deseo personal sería escapar y desaparecer hasta mediados de enero. Y eso sin entrar a debatir en lo que se han convertido estas celebraciones, en un consumismo desaforado y en una fiesta para el comercio, solo eso. Pero eso daría para muchas más palabras.
El ver en octubre ya, el anuncio de la Navidad por todos los lados, hace que se me atragante todavía más.
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Pero, atengámonos a la fórmula de cortesía, así que os deseo a todos mucha felicidad, pero no solo para las fiestas sino también para hoy, mañana, dentro de un mes, dentro de seis meses y ¡SIEMPRE!
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