Estos gélidos días de atrás,
cuando un manto blanco cubría la tierra
y el frío se colaba por todas las rendijas,
recordaba aquellos inviernos en el pueblo
de hace un montón de años,
cuando era una indómita niña con trenzas,
¿os acordáis?
Durante días se cerraba la escuela,
no había manera de que la maestra,
que vivía en un pueblo de al lado,
pudiera llegar.
Entonces me pasaba el día en la calle
con las botas de agua y la bufanda,
jugando con la nieve
hasta que me dolían los dedos de frío.
Entonces, con los ojos brillantes y llorosos,
los dedos morados y los pies insensibles
volvía a casa,
por un lado feliz y temerosa por otro
y ahora… le tocaba el turno a mi abuela,
que me soltaba una buena reprimenda,
mientras me echaba agua fría
por encima de las manos heladas
para hacerlas entrar en calor.
Por la noche caía rendida en la cama,
arrebujada en el colchón de lana.
Las noches eran muy frías
y las habitaciones parecían páramos.
Recuerdo que mi abuela me metía en la cama
una botella llena de agua caliente,
con una punta larga de hierro dentro
o alguna varilla de metal para que no estallase,
¡qué tiempos aquellos!
no sé si existían las bolsas de agua,
pero en mi casa no había.
¿Habéis sentido el tacto de un colchón de lana?
es cálido y confortable,
se ajusta al cuerpo como un molde
abrazándolo.
Y al hilo de estos recuerdos
me vienen a la memoria los veranos en el pueblo
¡aquellos días en el río!
desde la mañana a la noche,
preparando los colchones para el invierno.
Lavar las fundas, varear la lana,
rehacerlos de nuevo.
Eran unos días especiales o a mí me lo parecían.
Y me viene el olor de los garbanzos con fideos
que mi abuela llevaba para comer.
El río estaba como a un kilómetro del pueblo
y pasábamos todo el día allí.
Se extendía la lana encima de una manta
y con una vara larga se la golpeaba
hasta que las bedejas quedaban suaves y esponjosas.
Mientras tanto las fundas se lavaban en el río
y se ponían a secar en los arbustos.
A mediodía nos sentábamos a la sombra
a comer los garbanzos… ¡qué bien me sabían!
Lo habitual cuando se hacía cocido en casa,
era que se sirviera la sopa como entrante
y aparte, los garbanzos con su guarnición,
más bien escasa,
a base de artículos de la matanza del cerdo,
que no estaban los tiempos
para muchas alegrías culinarias.
Pero esos días, que yo sentía como de fiesta,
se mezclaba para tener que trasladar menos cacharros
y a mí me gustaban mucho,
es lo que más recuerdo,
el sabor de aquel potaje… ¡qué rico!
Por las tardes, cuando las fundas estaban secas,
se metía de nuevo la lana dentro
y se iban haciendo atadillos de un lado a otro
con una aguja especial
haciendo el almohadillado, luego se cosía el borde,
ya estaba listo para otra temporada.
Y de vuelta a casa, al anochecer,
unas sopas de leche y a dormir.
Y qué cálidos eran aquellos colchones de lana
tan distintos a los actuales,
Estas noches pasadas, tan frías como las de antaño,
he echado de menos
aquel abrazo amoroso de mi niñez,
¡el abrazo del colchón de lana!
.