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Recreación de una escuela antigua (foto de mi amiga Belén)

No sé por qué, pero el momento en que empecé la escuela se pierde en una nebulosa de recuerdos.

Yo creo que tuvo que ser en Asturias, porque me vienen a la memoria, en diversas ráfagas, el aprendizaje cantado de la tabla de multiplicar: 1×1 es 1, 2×1 es 2, 3×1 es 3… en una escuela que no era la de mi pueblo. Creo que yo tenía que ser bastante pequeña. Recuerdo un camino de cantos rodados, un puente y luego se llegaba a la escuela. Pero todos estos recuerdos están difuminados como en una niebla espesa, salvo aquel día en que una salamandra se cruzó entre mis pies y no dejé de correr hasta la escuela. Ese momento ha perdurado a través de los años.

Enseguida mis padres acabaron “por peteneras” y no sé cómo, en el plazo de unos pocos días, pasé de la casa de una vecina, con mi madre magullada, a los brazos de mi abuela en el apeadero del tren de La Robla, camino de mi pueblo.

Mi madre emigró y no sé muy bien qué fue de mi padre en aquel momento. Yo me fui a vivir de nuevo al pueblo donde había nacido y donde había pasado largas temporadas con mi abuela.

En mi pueblo, en aquellos tiempos, aún había escuela. Una única escuela donde estudiábamos niños y niñas, pequeños y grandes… ¡éramos tan pocos!. Donde no había llegado la segregación por sexos habitual en la dictadura, ni en la nueva escuela que hubiera pretendido ese espectro del pasado llamado Wert.

¿Véis la primera foto? Es una recreación de una escuela de aquellos tiempos, cincuenta años ya. Parecida era la de mi pueblo. La estufa de leña y carbón en un rincón. Los mapas en las paredes irregulares encaladas, la foto de Franco, los pupitres de madera con dos ranuras para el lápiz y la pluma. El tintero de cerámica encajado en un agujero en la mesa.

Los niños separados por edad. Primer grado, segundo grado y tercer grado, todos con su enciclopedia Álvarez correspondiente. Todo un compendio de sabiduría aquellas enciclopedias, no necesitábamos un libro para cada asignatura ni que nuestras espaldas se curvaran ante el peso de la educación.

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foto de mi amiga Belén

Y doña Carmina, de mesa en mesa iba enseñándonos a leer, a diferenciar las provincias, a recitar versos, a contar con el ábaco… También aprendimos a encender la estufa en aquellos días, muy habituales, en que el frío azotaba las paredes de la escuela. Cuando acababa el curso, había zafarrancho de limpieza, con una lija quitábamos todos los restos de tinta de las mesas y luego las encerábamos, ¡ya estaban listas para el próximo curso!

Pero como parece que yo, desde pequeña, he tenido una especial predisposición a que las cosas no me fueran bien, a los pocos meses de llegar al pueblo caí enferma con una infección ósea en una pierna, de la que, tras dos operaciones y un año entre escayolas y vendajes, me recuperé. Las distintas estancias en varias ciudades buscando remedio a mi enfermedad, hicieron que ese año fuera poco a la escuela. Empecé mi enfermedad con seis años y cuando me dieron el alta me faltaban dos meses para cumplir los ocho.

No recuerdo represión en mi escuela, salvo la foto de Franco. Éramos tan pocos niños que tampoco había diferencia entre sexos y yo era demasiado pequeña para darme cuenta de si ensalzaban mucho o poco al dictador. Dónde sí recuerdo esa represión es en el colegio donde estuve interna seis largos años, de esa estancia ya tengo algunas cosas escritas por aquí.

Siempre he tenido especial predilección por las matemáticas, la geografía y la literatura. Y recuerdo especialmente aquellos mapas mudos, donde íbamos escribiendo con una tiza, capitales de provincia, ríos, montes y otros accidentes geográficos. Aún hoy día no se me han olvidado, de tal manera que mis hijos siempre acuden a mí cuando tienen alguna duda en ese campo. Y en las redacciones no me ganaba nadie, claro que no es extraño, con tan poquitos contrincantes.

En mi casa no se pasaba hambre, mi abuela tenía unas pocas ovejas, dos vacas y media docena de gallinas, además sembraba una tierra de patatas y una de trigo para dar de comer a las gallinas, así que no nos faltaban ni leche ni huevos y por la fiesta de San Miguel y en Navidad, un buen arroz con pollo del corral. Pero dinero no teníamos, así que, fuera de lo que sacábamos de los animales y de las tierras, no podíamos permitirnos cubrir muchas necesidades. Por eso en vez de tizas normales, yo tenía unos “pizarrines” que hacía con trozos de pizarra de una de las cuestas del pueblo. Y como yo, la mayoría de los niños de la escuela. Los pulíamos, los afilábamos una punta y ya teníamos con qué escribir en las pizarras.

Hay otra cosa de aquellos tiempos, que ha perdurado en ese baúl tan variopinto que es la memoria, los miércoles nos daban leche en polvo y un trocito de queso de bola, de ese que tiene la envoltura roja. A mí me gustaba mucho, y es que en casa de mi abuela íbamos muy justitos como para no agradecer algo extra. Era una manera de compensar la dieta escasa y poco equilibrada que seguíamos en aquellos tiempos tan precarios.

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Mi pueblo alfombrado de lirones amarillos (desconozco el autor) 

También recuerdo con especial cariño el mes de mayo. Había una imagen de la Virgen en un saliente de la pared y cada día la llevábamos flores del campo, sobre todo lirios amarillos que crecían al lado del río. Aprendíamos poesías y las recitábamos. Durante años mi abuela me las hizo recitar delante de sus amistades para que vieran “qué bien recita la niña”.

Hasta que de nuevo vino el cambio, doña Carmina, la maestra, un día vino a casa de mi abuela y le dijo: “la niña vale para estudiar, creo que merecería la pena solicitar una beca para hacer el bachillerato” Y así lo hicieron, obtuve la beca y con diez años me internaron para hacer el curso de ingreso, que decían.

Pero esa ya es otra historia, mis andanzas en el internado.

Y de postre, tras estos recuerdos de infancia, un poema:

 

Salen los niños alegres

de la escuela, poniendo en el aire tibio

del abril canciones tiernas.

.

¡Qué alegría tiene el hondo silencio de la calleja!

Un silencio hecho pedazos

por risas de plata nueva.

~

(F.García Lorca)

.

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Recupero el primer post que publiqué en Worpress. Al poco tiempo la casa de mi abuela se quemó en un incendio y no he vuelto a ir por allí. Hay días que siento añoranza de aquellos tiempos en los que empezaba a vivir.

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Ocurrió en el pasado otoño.

Salí de casa temprano. El sol lucía claro y el cielo estaba moteado de nubes blancas.

El paisaje fue cambiando poco a poco, kilómetro a kilómetro, hasta pasar de la llanura burgalesa a la montaña palentina.

El tinte tostado de los campos de trigo ya cosechados, fue dejando paso, según me iba acercando a mi destino, al amarillo brillante de los campos de girasoles y el verde de los patatales y éstos a su vez también quedaron atrás, apareciendo matorrales y pequeños bosques de encinas y avellanos.

Dejé atrás las curvas del pantano de Requejada, primer pantano de los que alimenta el río Pisuerga en su camino hasta el Duero.

Un río Pisuerga aún en pañales por esa zona, a poco más de una veintena de kilómetros de su nacimiento, en la cueva del Cobre.

El camino que iba haciendo con el coche era, al mismo tiempo, conocido y desconocido para mí. Era conocido para aquella niña de las trenzas que, apesadumbrada, iba en el coche de línea al internado y que, con temor contemplaba, en los inviernos nevados,como el agua del pantano casi alcanzaba la altura de la carretera.

Y era desconocido para la mujer madura que, con ojos curiosos, intentaba encontrar aquella infancia perdida.


Aún lucía el sol cuando llegué al lugar donde, una noche de luna llena y campos nevados que relucían con su reflejo, aterricé en este mundo de luces y sombras.

Miré todo con ojos curiosos, creo que, aunque he estado algunas otras veces siendo adulta, nunca lo había mirado con esos ojos, escudriñando donde había quedado escondida mi niñez.

La casa que me vio nacer, la casa de mi abuela, presentaba un aspecto casi ruinoso, el corral invadido de malas hierbas, la pared abombada, la puerta que apenas podía abrirse.

Cerré los ojos y me vi asomada a la ventana, contemplando las mañanas claras y luminosas del verano.

Me adentré por la calleja hasta la fuente de la que apenas quedaba un chorro con cuatro gotas de agua.

Y en el callejón, los morales en los que me entretenía en mi camino, ya no existían.

Quizá los sapos, que en la noche se cruzaban entre mis pies y que tanto repelús me daban, sigan saliendo por las noches, no sé…

Todo parecía empequeñecido a mis ojos, ¿había cambiado el pueblo o había cambiado yo?

Del escobar donde íbamos a recoger ramos para encender la lumbre, apenas queda nada, ha sido arrasado por una plaga y la peña Tremaya sigue dominando el paisaje.

Las vacas siguen pastando, pero falta algo, todo ha empequeñecido, faltan risas, faltan niños jugando al escondite en la carretera, faltan los perros y los gatos, falta vida…

Las casas están cerradas casi todo el año y se nota, ni siquiera existe la cantina donde íbamos a por dos reales de aceitunas, una botella de vinagre o una lata de berberechos para hacer el arroz el día de San Miguel, la fiesta del pueblo, mientras las campanas de la iglesia tocaban a misa…

Lo miré todo con aire de tristeza,encontré a faltar la alegría, la emoción, la ilusión de los pocos años.

El tiempo había pasado y allí había quedado enterrada una parte de mí, en aquel momento supe que algo que buscaba se había perdido para siempre y me sentí desvalida, como que hubiera perdido mi norte.

Fue una sensación extraña, la sensación de no pertenecer a ninguna parte, de ser una estrella errante en busca de su destino.


Esa fue mi primera impresión al volver a mi pueblo, hubo alguna más que quizá otro día os iré contando.

 

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La peña Tremaya

Los días pasaban despacio en aquel tiempo. Una estación sucedía a la otra mansamente, sin que nada turbara el sosiego del pueblo.

Sólo la pareja de la Guardia Civil al asomar por el vallegón hacían que entrara corriendo en casa de mi abuela…

-¡Vienen los guardias!

Siempre se hablaba en voz baja del cuartelillo y de los civiles. Mi abuela siempre me decía, “ten cuidado con ellos, no son buena gente” y es que ella tuvo que sufrir, durante años, el acoso de los vencedores de aquella contienda fratricida. Habían pasado más de veinte años del fin de la guerra y todavía se temía a los guardias.

Como en todas las épocas, se amedrentaba a los niños con alguna cosa para que obedecieran. En mi pueblo eran, por orden de importancia, los guardias, el sacamantecas, el lobo y el hombre del saco. Mi temor particular era al lobo. Recuerdo ir de casa de mi abuela a casa de mis tíos, unos cien metros, corriendo sin parar por miedo a los lobos (jamás vi uno). Sin embargo recuerdo que en mis sueños de niña de seis o siete años, lo que me daba pavor era el diablo. Y no sé por qué, no era un tema del que se hablara en mi casa.

También el sonido de un coche en la noche era la comidilla del pueblo al día siguiente. Y es que nadie tenía coche en aquellos tiempos. Solo algunos “indianos”, cuando venían del otro lado del mar, podían permitírselo.

La tele no había llegado todavía y sobre todo en invierno, la única diversión para los mayores era escuchar radio Andorra por las noches, cuando el transformador de la luz funcionaba… Recuerdo con qué atención escuchaba mi abuela los discos dedicados, sobre todo a los emigrantes. ¡Y cómo la gustaba el tango! creo que mi gusto por la música se lo debo a ella, como tantas otras cosas.

Cada año escribía a la radio para que dedicaran una canción a mi madre que trabajaba en Alemania y nos pegábamos al viejo aparato para, por encima del ruido de las interferencias, que eran muchas, escuchar la voz de la locutora diciendo: “y ahora vamos a escuchar a Juanito Valderrama, cantando “El emigrante”, que le dedican a S…., su madre y su hija, que la quieren mucho y desean que vuelva pronto…” Y mientras sonaba la canción, las lágrimas corrían por las mejillas, ya un poco ajadas, de mi abuela, mientras yo, tan pequeña, ya había aprendido a ocultar mis emociones.

El verano era un poco más animado, podíamos estar en la calle hasta bien entrada la noche. Los pocos niños que éramos en el pueblo jugábamos al “bote” en la carretera, con toda la libertad que daba el que sólo por la mañana pasaba alguna camioneta que repartía pan o pescado, algún camión que entraba a la mina de carbón y el coche de línea, que tenía casi más años que mi abuela. El resto del tiempo, la carretera era nuestra pista de juegos.

Cuando empecé a escribir estos pequeños recuerdos, no sabía dónde me iban a llevar mis palabras, siempre me pasa cuando hablo de mi infancia. Las palabras fluyen con facilidad y se van atropellando los recuerdos.

He recordado los guardias civiles de entonces y a mi abuela y me han venido a la cabeza los antidisturbios, cuando se emplean a fondo ante las manifestaciones de indignados. En aquellos tiempos había que hablar bajito y sin hacer grupos y siempre teniendo miedo de que las paredes oyeran.

Y, como hoy día, también había emigrantes, con la diferencia de que hoy los que se van, van más preparados y en aquellos tiempos solo unos pocos podían estudiar, como va a volver a pasar si siguen los recortes en la enseñanza y cada vez el acceso a ella es más restringido para la gente de a pie.

Y aquí acaban por hoy mis recuerdos de infancia, seguro que vendrán más…

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A veces siento que he perdido la razón, me descubro mirando por la ventana, observando a hurtadillas un tiempo que ya pasó:

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.

Aquella niña… Seis años, trenzas rubias, dulce mirada.

Y una mujer que con paciencia espera en el andén del apeadero de la Robla.

La niña camina hacia ella agarrada a la mano de una mujer joven, su madre. No sabe qué pasa pero intuye el dolor. Aún resuenan los gritos y los golpes  en sus oìdos a pesar de intentar tapárselos con sus manos.

Las dos mujeres se encuentran y la niña cambia de mano. Mira a su madre sin entender y , aunque ahora no lo sabe,  pasarán meses antes de volverla a ver.

Luego, el viaje en tren. En la maleta sus vestidos de niña… en el corazón el aprendizaje duro de la vida. La nostalgia, el dolor de su primera pérdida. Una mano le acaricia el pelo mientras el tren atraviesa los campos de Castilla… es la mano de su abuela que le da serenidad.

Pasan unos meses, la niña llora enloquecida por el dolor. La abuela sufre por ella, el médico del pueblo no sabe qué le pasa. Con la pierna inflamada en un hospital de Asturias recala, un frío y húmedo día de finales de otoño.

Batas blancas, jeringas, cloroformo. Una operación le mantiene postrada en cama. Su madre vuelve del extranjero a dónde escapó huyendo de la miseria y de otras cosas. Desde el día del tren no había vuelto a verla. De nuevo enfrentados, de nuevo gritos. La niña llora, se esconde bajo las sábanas, no quiere oír…

La venganza: el rencor se vuelve contra ella, se queda sin seguro médico y se tiene que ir del hospital. Sigue enferma, curas y más curas con identidad falsa, de repente tiene que suplantar a su prima para poder seguir curándose con la cartilla de ella.

Pero no mejora, le dicen que siempre tendrá su pierna mal. La abuela, aquella gran mujer, indaga, llama a mil puertas, no desespera. Hasta que encuentra quien pueda curar a la niña de las trenzas rubias.

De nuevo el quirófano, las batas blancas. Un hospital de beneficencia de Madrid se hace cargo de la operación. Esta vez, solo la abuela está con ella, su madre no puede venir. Una habitación con dos filas de camas, muchas. Y una sala con televisión. A ella, que viene del pueblo le parece un palacio. Recuerda la serie Rin Tin Tin, que vio por primera vez. Han pasado muchos, muchos años.

Y esta vez sí, después de meses de recuperación la niña parece curada.

La vida sigue en un pueblo de montaña. Naturaleza viva, nieve en invierno, sol en verano. La maestra dice que la niña es buena estudiante, que hay que mandarla fuera. Tiene diez años y, con una beca, comienza su internado en un colegio de monjas, siete años pasará allí…

Cada dos años ve a su madre, quince días, eran tiempos difíciles para los emigrantes, trabajan mucho y hay pocas oportunidades para disfrutar vacaciones. Su padre viene de visita una vez durante esos siete años de internado.

La niña se convierte en adolescente, se enamora, o eso cree. Está cansada de no pertenecer a ninguna parte, Repartida entre su abuela y sus tíos, es de todos pero no es de nadie. No encuentra su sitio, en realidad, ya entonces siente que está sola.

Aparentemente se ha vuelto fuerte, eso creen, porque calla. Y siempre sonríe.

Es muy joven, comienzan sus escarceos amorosos. Hay un chico especial. Su familia se opone frontalmente, aunque, en principio, no lo dan demasiada importancia. Pasados unos meses saldrá del internado y se irá a cientos de kilómetros. Le olvidará, piensan…

Pero él la sigue, y durante un tiempo se ven en secreto. Les descubren, cono siempre ocurre y empiezan las bofetadas, los encierros, las prohibiciones. Pero no hay acicate mayor para una relación que la oposición de los demás. Y eso pasó.

La niña estudia, 17 añitos, buena estudiante, futura aspirante a periodista, ilusionada. No pueden impedirle ir a las clases. Y se ven durante el trayecto, poco tiempo pero intenso…

También eso se lo quieren quitar. Se escapa de casa cuando puede y tiene la guerra montada, cuando vuelve. Pero todo lo hace con gusto. Sueña que alguien la quiere.

Es verano. Su madre, de vacaciones, le amenaza con llevársela a Alemania y comienza el papeleo. Un día de septiembre le dan permiso para ir casa de una amiga, él chico la busca y la convence para irse con el. Sin más equipaje que la ropa que lleva puesta, llegan a la estación y montan en el primer tren que pasa. La suerte está echada.

Ya no volverá a casa, aunque la guardia civil la encuentre. Su madre se rinde, no aparece por España y ella se siente más sola que nunca. En ese momento deja atrás su ingenuidad, sus sueños y en un cajón perdido su matrícula para la antigua Escuela de Periodismo, su ansiado futuro profesional. Se rompió un sueño…

Así se fraguó el primer punto y aparte importante de su vida.

(Estrella)

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Hoy es uno de esos días en los que no quiero mirar hacia adelante

porque sé que no hay nada ni nadie que me espera,

salvo ese viaje final que nos devuelve a lo que fuimos antes,

tierra en la tierra.

 

Quizá por eso intento atrapar aquellas sensaciones de niña,

momentos que nunca volverán, aromas, colores, sonidos…

entonces parecían muy poco importantes

y sin embargo me han quedado marcados a fuego en el alma.

Todos, en algún momento de nuestra vida,

retornamos a esa infancia,

buscamos aquella ingenuidad que perdimos en el camino,

la ternura de un abrazo cuando una caída nos marcaba la piel,

las risas, los juegos, la vida por descubrir…

Retorno a aquella casa donde pasé parte de mi infancia,

la casa de mi abuela,

no era un palacio, ni una casa solariega, ni siquiera una mansión,

era una casa vieja, helada en invierno,

con goteras cuando llovía…

pero era la casa donde me crié,

donde, seguramente, planté el germen de lo que iba a ser en el futuro.

Allí aprendí a leer, aprendí a reír, a llorar,

aprendí a desenvolverme sola,

también a callar cuando me sentía dolorida,

aprendí a mirar adelante y me di cuenta que tenía que ser valiente

y no volver a vista atrás…

 

Hasta ahora, en mi crepúsculo, cuando la valentía sobra

y ya no quiero pensar en un futuro que no me gusta.

(Estrella)

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Areños 091-002

Habían pasado muchos años.
La visita al pueblo que me acompañó en la infancia
dejó un poso amargo en mi garganta.
Faltaba vida,
la vida que yo llevé conmigo cuando me fui de allí.

Eché de menos el campo abierto,
el sonido de nuestras risas,
las meriendas con pan y chocolate,
el mugido de las vacas por la mañana
y el balido de las ovejas al atardecer.
No se veían los carros cargados de hierba,
ni el trillo en la era,
ni los botijos.
Las mujeres no estaban lavando en el lavadero,
y la poza del río donde nos bañábamos,
desapareció mucho tiempo atrás.

Quizá pensé, al volver allí,
que iba a recuperar la infancia perdida,
y lo que encontré, pasado tanto tiempo,
es que ya nada era igual, ni el pueblo, ni la gente,
ni yo…
Sentí que la memoria había jugado conmigo,
me había ido dejando huellas y recuerdos
que habían dulcificado la realidad.
Pensé lo distinto que es ver las cosas
cuando se tiene toda la vida por delante,
a cuando, en plena madurez,
las experiencias nos han ido curtiendo el alma.

Y algo, como una puñalada,
me rompió el alma…

(Estrella)

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Back Camera

.Hoy me he despertado temprano, me he asomado a la calle

y como muchos días de este verano, el cielo se muestra gris,

una leve bruma cubre los campos de trigo, ya cosechado, que hay enfrente de mi casa.

El día se presenta vacío, nadie me espera, pienso…

así que vuelta a la cama a soñar un poco.

En mi cabeza bullen los recuerdos como si fueran burbujas en una copa de cava,

recuerdos recientes y recuerdos lejanos,

y sin darme cuenta me he convertido en aquella niña de las trenzas

de mi infancia,

por un momento he vuelto a sentir las mismas sensaciones de entonces.

.

La luz del sol se colaba entre los postigos entreabiertos de la ventana

y me daba en la cara,

abrí los ojos y pestañeé para acostumbrarme a la claridad,

contemplé el haz de luz que se reflejaba en el espejo de la cómoda,

aspiré hondo ese día de verano tan luminoso, tan azul.

El ladrido de un perro y los cencerros de las vacas se oían cercanos,

los pájaros trinaban en la chopera enfrente de la casa,

escuchaba el picoteo de las gallinas en el corral,

mi abuela trajinaba en la cocina…

Me senté en la cama y sonreí feliz, tenía todavía muchos días para disfrutar del verano

antes de volver al internado.

Salté de la cama, me puse las alpargatas, y todavía en pijama, bajé corriendo la escalera.

Las sopas de leche estaban preparadas en la mesa, leche recién ordeñada,

las tomé y me vestí deprisa.

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No tenía nada que hacer, las cosas irían saliendo a lo largo del día,

mi primer trabajillo, ir a la fuente a por agua.

Cogí el botijo y me acerqué a casa de mi tía para recoger el suyo

y por el callejón me acerqué a la fuente.

Algunas veces me entretenía cogiendo moras a la vera del camino,

otras tan solo brincando entre los cantos, balanceando los brazos,

un botijo en cada mano,

hasta que, en alguna ocasión, ¡zas! alguno de ellos caía hecho añicos,

cuando eso ocurría, la vuelta a casa se demoraba hasta que no quedaba otro remedio,

a veces avanzada la noche por miedo a la mano suelta de mi abuela.

-“ Echa de comer a las gallinas”- me decía con voz autoritaria

y yo me ponía en medio del corral y las llamaba

“pitas, pitas…” todas se arremolinaban a mi alrededor,

repartía el grano y se olvidaban de mí para picotear como muertas de hambre.

Algunos ratos reía cuentos de hadas o tebeos,

en aquellos tiempos ya nació mi afición a la lectura,

a sumergirme en mundos mágicos y a dejar volar la imaginación.

Cuando ya los había leído los coloreaba, pues, hace ya tantos años,

muchos de ellos eran en blanco y negro.

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Hacía calor ese día, podíamos ir al río a bañarnos y coger cangrejos,

nos juntamos los pocos niños del pueblo y allá nos fuimos.

Un río de montaña, de aguas cristalinas, de poco caudal pero muy frías,

en el que habíamos puesto piedras en un remanso para bañarnos,

el agua nos cubría poco más de la rodilla,

pero nosotros disfrutábamos mucho chapoteando y tirándonos agua los unos a los otros,

metíamos la mano en las cuevas o levantábamos los guijarros del río

buscando cangrejos,

alguna vez, en las cuevas, topábamos con culebras de agua,

entonces yo, me limitaba a levantar las piedras, hasta que se me pasaba el susto.

Otras veces íbamos a por “ramos” para encender el fuego,

así llamábamos a las ramas secas de las escobas,

una retama que en primavera se llenaba de flores amarillas y que abundaba en las laderas del pueblo.

Llevábamos la merienda, habitualmente pan de hogaza y una onza de chocolate,

y a medio kilómetro de casa, nos parecía estar viviendo una aventura,

cogíamos los ramos, les hacíamos un hatillo con una cuerda que llevábamos

vuelta a casa… y a jugar hasta bien entrada la noche,

cuando, con fondo de tango en la vieja radio de mi abuela, cenaba y a la cama.

Así, entre juegos y pequeños trabajillos, pasaba el verano en plena naturaleza,

todo el día en la calle como un potrillo,lejos quedaba el internado,

mejor no pensar en ello…

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.

¡Ufff, qué hora! a levantarse,

es sábado, día primaveral más que veraniego,

lejos quedaron aquellos días de infancia,

recuerdos de un tiempo tan distinto al actual

cuando parecía tan lejano el futuro,

cuando no existían ni consolas ni play, ni siquiera televisión,

cuando la electricidad se iba un día y otro también

y nos teníamos que alumbrar con velas,

cuando compartíamos “cuarto de baño” con las vacas y las ovejas

cuando las puertas permanecían abiertas para todo el mundo…

Hace tanto tiempo, quizá no fuera un tiempo mejor que éste,

pues carecíamos de muchas cosas,

pero estoy convencida que mi infancia fue mucho más entretenida

que la de muchos niños de hoy… 

.

Pero hoy es hoy y toca ¡DESPERTAR Y ESPABILARSE!

.

ACUÉRDATE

Acuérdate de cuando fuimos niños

los turbios niños

de cuando fuimos vivos

por pura complacencia del destino.

Mudos.

Turbios niños

Callados

cuando fuimos niños

Creciendo silenciosamente educados.

Nunca

fuimos realmente niños

en mitad del dolor amargo

de las guerras.

¿y ahora?

nunca seremos nada

Nunca

es imposible así

con este aire de injusticia

brutal acometida

ante los ojos.

Acuérdate de cuando turbios

niños fuimos despoblados.

Nada como entonces

a pesar de todo.

(J.A. Labordeta)

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