Recreación de una escuela antigua (foto de mi amiga Belén)
No sé por qué, pero el momento en que empecé la escuela se pierde en una nebulosa de recuerdos.
Yo creo que tuvo que ser en Asturias, porque me vienen a la memoria, en diversas ráfagas, el aprendizaje cantado de la tabla de multiplicar: 1×1 es 1, 2×1 es 2, 3×1 es 3… en una escuela que no era la de mi pueblo. Creo que yo tenía que ser bastante pequeña. Recuerdo un camino de cantos rodados, un puente y luego se llegaba a la escuela. Pero todos estos recuerdos están difuminados como en una niebla espesa, salvo aquel día en que una salamandra se cruzó entre mis pies y no dejé de correr hasta la escuela. Ese momento ha perdurado a través de los años.
Enseguida mis padres acabaron “por peteneras” y no sé cómo, en el plazo de unos pocos días, pasé de la casa de una vecina, con mi madre magullada, a los brazos de mi abuela en el apeadero del tren de La Robla, camino de mi pueblo.
Mi madre emigró y no sé muy bien qué fue de mi padre en aquel momento. Yo me fui a vivir de nuevo al pueblo donde había nacido y donde había pasado largas temporadas con mi abuela.
En mi pueblo, en aquellos tiempos, aún había escuela. Una única escuela donde estudiábamos niños y niñas, pequeños y grandes… ¡éramos tan pocos!. Donde no había llegado la segregación por sexos habitual en la dictadura, ni en la nueva escuela que hubiera pretendido ese espectro del pasado llamado Wert.
¿Véis la primera foto? Es una recreación de una escuela de aquellos tiempos, cincuenta años ya. Parecida era la de mi pueblo. La estufa de leña y carbón en un rincón. Los mapas en las paredes irregulares encaladas, la foto de Franco, los pupitres de madera con dos ranuras para el lápiz y la pluma. El tintero de cerámica encajado en un agujero en la mesa.
Los niños separados por edad. Primer grado, segundo grado y tercer grado, todos con su enciclopedia Álvarez correspondiente. Todo un compendio de sabiduría aquellas enciclopedias, no necesitábamos un libro para cada asignatura ni que nuestras espaldas se curvaran ante el peso de la educación.
foto de mi amiga Belén
Y doña Carmina, de mesa en mesa iba enseñándonos a leer, a diferenciar las provincias, a recitar versos, a contar con el ábaco… También aprendimos a encender la estufa en aquellos días, muy habituales, en que el frío azotaba las paredes de la escuela. Cuando acababa el curso, había zafarrancho de limpieza, con una lija quitábamos todos los restos de tinta de las mesas y luego las encerábamos, ¡ya estaban listas para el próximo curso!
Pero como parece que yo, desde pequeña, he tenido una especial predisposición a que las cosas no me fueran bien, a los pocos meses de llegar al pueblo caí enferma con una infección ósea en una pierna, de la que, tras dos operaciones y un año entre escayolas y vendajes, me recuperé. Las distintas estancias en varias ciudades buscando remedio a mi enfermedad, hicieron que ese año fuera poco a la escuela. Empecé mi enfermedad con seis años y cuando me dieron el alta me faltaban dos meses para cumplir los ocho.
No recuerdo represión en mi escuela, salvo la foto de Franco. Éramos tan pocos niños que tampoco había diferencia entre sexos y yo era demasiado pequeña para darme cuenta de si ensalzaban mucho o poco al dictador. Dónde sí recuerdo esa represión es en el colegio donde estuve interna seis largos años, de esa estancia ya tengo algunas cosas escritas por aquí.
Siempre he tenido especial predilección por las matemáticas, la geografía y la literatura. Y recuerdo especialmente aquellos mapas mudos, donde íbamos escribiendo con una tiza, capitales de provincia, ríos, montes y otros accidentes geográficos. Aún hoy día no se me han olvidado, de tal manera que mis hijos siempre acuden a mí cuando tienen alguna duda en ese campo. Y en las redacciones no me ganaba nadie, claro que no es extraño, con tan poquitos contrincantes.
En mi casa no se pasaba hambre, mi abuela tenía unas pocas ovejas, dos vacas y media docena de gallinas, además sembraba una tierra de patatas y una de trigo para dar de comer a las gallinas, así que no nos faltaban ni leche ni huevos y por la fiesta de San Miguel y en Navidad, un buen arroz con pollo del corral. Pero dinero no teníamos, así que, fuera de lo que sacábamos de los animales y de las tierras, no podíamos permitirnos cubrir muchas necesidades. Por eso en vez de tizas normales, yo tenía unos “pizarrines” que hacía con trozos de pizarra de una de las cuestas del pueblo. Y como yo, la mayoría de los niños de la escuela. Los pulíamos, los afilábamos una punta y ya teníamos con qué escribir en las pizarras.
Hay otra cosa de aquellos tiempos, que ha perdurado en ese baúl tan variopinto que es la memoria, los miércoles nos daban leche en polvo y un trocito de queso de bola, de ese que tiene la envoltura roja. A mí me gustaba mucho, y es que en casa de mi abuela íbamos muy justitos como para no agradecer algo extra. Era una manera de compensar la dieta escasa y poco equilibrada que seguíamos en aquellos tiempos tan precarios.
Mi pueblo alfombrado de lirones amarillos (desconozco el autor)
También recuerdo con especial cariño el mes de mayo. Había una imagen de la Virgen en un saliente de la pared y cada día la llevábamos flores del campo, sobre todo lirios amarillos que crecían al lado del río. Aprendíamos poesías y las recitábamos. Durante años mi abuela me las hizo recitar delante de sus amistades para que vieran “qué bien recita la niña”.
Hasta que de nuevo vino el cambio, doña Carmina, la maestra, un día vino a casa de mi abuela y le dijo: “la niña vale para estudiar, creo que merecería la pena solicitar una beca para hacer el bachillerato” Y así lo hicieron, obtuve la beca y con diez años me internaron para hacer el curso de ingreso, que decían.
Pero esa ya es otra historia, mis andanzas en el internado.
Y de postre, tras estos recuerdos de infancia, un poema:
Salen los niños alegres
de la escuela, poniendo en el aire tibio
del abril canciones tiernas.
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¡Qué alegría tiene el hondo silencio de la calleja!
Un silencio hecho pedazos
por risas de plata nueva.
~
(F.García Lorca)
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