En mi pueblo había minas de carbón,
digo había, porque ya no hay,
todas cerraron hace años.
En la casa de mi abuela no había dinero,
no había que ser muy lista para darse cuenta,
así que teníamos que buscarnos la vida.
Mi abuela, una mujer separada, sin pensión,
viviendo en un pueblo,
sin posibilidad de trabajo,
tenía que buscarse la manera de ganar algo.
Tenía un par de “pupilos”, así se les llamaba entonces
a los que se quedaban de pensión en una casa,
¡qué rara me suena la palabra ahora!
Eran mineros asturianos o gallegos, que habían llegado allí
buscando fortuna y lo que se llevaron, la mayoría de ellos,
fueron a las mozas del pueblo.
Además tenía unas gallinas, dos vacas, un perro, algún gato,
un puñado de ovejas
y un par de tierras sembradas de patatas
y poco o nada más…
Alrededor de las minas,
para la gente que no las haya visto,
se van formando escombreras con lo que se desecha de la mina,
y yo aprendí desde pequeñita a buscar carbón en ellas.
Al principio iba con mi abuela,
ella me enseñó… cogía dos piedras negras brillantes,
y ponía una en cada mano,
aparentemente eran iguales…
primero hacía que las sopesara…
una era ligera como una pluma, la otra pesaba…
la ligera era carbón.
.
Si las mirabas detenidamente, en una de ellas, el brillo era más metálico,
pero estaban tan impregnadas de polvo de carbón,
que habría que limpiarlas muy bien, para diferenciarlas.
Por eso la clave principal era el peso…
Yo era buena aprendiz y con cinco o seis años,
ya iba yo con mi caldero a buscarlo,
cada día traía un poco para guardar para el invierno
y para mantener la cocina de carbón.
Por si no sabéis,
eran aquellas placas de hierro en las que se cocinaba,
se mantenía el agua caliente en un pequeño depósito que tenían,
y además mantenían caliente la cocina,
que era donde se hacía entonces la vida. . .
Para encender el carbón, íbamos a recoger “ramos”,
ramos llamábamos a las ramas secas de las escobas (retama amarilla)
que crecían abundantemente en los montes bajos al lado del pueblo.
Llevábamos una cuerda y hacíamos hatillos con esas ramas secas,
para luego ir amontonándolos en casa.
Necesitábamos hacer buen acopio de ellos para los largos inviernos.
Ardían muy bien y mantenían la llama el tiempo suficiente
para que el carbón prendiese.
Con el carbón que recogíamos en las escombreras,
los ramos que habíamos acarreado en el verano
y la “suerte”, que era un lote de leña que se daba a cada vecino,
de lo sobrante de la limpieza del monte,
con todo esto, ya teníamos resuelto el tema del combustible,
y sin haber gastado un duro,
más bien, una peseta, pues los duros apenas los veíamos.
¡Al menos, aunque comiéramos poco,
frío no íbamos a pasar…!
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