
“Y mientras… yo me iba alejando por momentos de la niña de las trenzas… aquella niña que se perdió un día de octubre, entre los pasillos solitarios de un caserón oscuro…”
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Así terminaba la segunda parte del relato de mis años de colegio.
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Y mientras aquella niña se convertía en una jovencita
que había cambiado las trenzas por una larga melena,
algo se movía en nuestro país…
Eran los últimos años de la década de los sesenta.
En el internado también soplaban aires de cambio.
Primero cayó el rosario de las tardes,
luego la misa se limitó a los domingos y días señalados.
La disciplina se fue relajando,
empezaron a dejarnos salir las tardes de los fines de semana,
a las 8 teníamos que estar en el colegio para la cena,
pero disfrutábamos a tope aquellas horas.
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Trece, catorce años,
primeros escarceos con los chicos,
recuerdo los primeros papelitos a través del portón del patio,
los dedos temblorosos mientras los desenvolvía.
nada importante, un juego infantil sin más.
Aquel chico que me miró en la entrada del cine,
– ah, ¿estás interna en el colegio?
era la seña de identidad,
pichi gris, chaqueta azul marino y camisa blanca,
nuestros primeros paseos uniformadas.
Luego, dejamos atrás el uniforme en las tardes de domingo…

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Llegaron las primeras cartas,
la emoción encubierta, mientras en el comedor,
a la hora de la comida, esperaba que dijeran mi nombre,
Elena, Maite, Mariluz… Estrella,
el corazón palpitante, tenía quince años,
y un muchacho al que había dejado un poco en suspenso,
después de verle coladito por mí.
Nada serio tampoco, un mes de quedar en las tardes de domingo,
charlas, paseos, apenas el roce de una mano, al descuido.
Un día le dije,
– soy muy joven… seamos solo amigos
y él, que vivía fuera, durante un tiempo me escribió,
manteniendo la esperanza.
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Y llegó mi último año de colegio, el año que cambió mi vida,
Ya los fines de semana los pasaba fuera del colegio.
Era un día de febrero,
tenía dieciséis años, cumplidos en diciembre,
la calle era un manto blanco,
el frío intenso hacía coger color a mi cara.
Un conjunto musical, Los Ángeles, de moda en aquel entonces,
actuaba en la discoteca
y allí estaba él, no era la primera vez que le seguía con la vista,
Pero aquella tarde, sus ojos se cruzaron con los míos
y enganchamos la mirada,
en ese momento se estaba forjando mi futuro,
aunque yo no lo supiera…
.
Vinieron los primero roces tímidos,
hacer manitas en las últimas filas del cine,
sentir el cosquilleo en el cuerpo,
y la sensación de necesitar más y más…
Hasta que un día, llegó el primer beso,
¿cómo empezó? no sé, recuerdo mi ansiedad,
recuerdo nuestros cuerpos apretados al compás de la música
y su boca paseando por mi cuello ,
recuerdo el calor de mi cuerpo,
y, cuando me besó en la boca, yo respondí al beso.
Esa noche, cuando volví al internado,
temí llevar escrito en mi cara lo que había pasado.
Sentí aquel beso como un compromiso,
y después vinieron más,
escondidos en la penumbra de algún portal,
un mar de emociones, jurándonos amor eterno.

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Y mientras, las visitas al pueblo eran cada vez más escasas,
mi abuela ya no vivía allí,
había cambiado la quietud del campo
por la fea agitación de la periferia de Madrid.
Y yo seguía repartiendo mis vacaciones por diversas casas,
sintiéndome que estaba de más en todas ellas.
No es difícil suponer que, en mi soledad,
el amor llegara como un ciclón a mi vida,
nadie lo supo entender,
aunque en un primer momento, pensaron,
– se la pasará, cuando venga a Madrid, olvidará,
pero… se equivocaron.
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Acabó el curso y mi paso por el internado.
La niña a la que cortaron las trenzas en un mes de octubre,
se había convertido en una señorita.
Aparentemente, la fierecilla había sido domada,
pero solo aparentemente.
En aquellos años tuve otra vez trenzas,
luego lucí una linda melena,
y al final, antes de abandonar el colegio,
volví a dejar que me metieran la tijera,
pelo corto otra vez, como un chico rebelde.
Acababa una etapa como la empecé,
pero ya no era la misma.
Entre aquellas paredes quedó la inocencia de la niñez
para siempre.
.
Tenía dieciséis años y una vida por delante…
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