Recupero el primer post que publiqué en Worpress. Al poco tiempo la casa de mi abuela se quemó en un incendio y no he vuelto a ir por allí. Hay días que siento añoranza de aquellos tiempos en los que empezaba a vivir.
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Ocurrió en el pasado otoño.
Salí de casa temprano. El sol lucía claro y el cielo estaba moteado de nubes blancas.
El paisaje fue cambiando poco a poco, kilómetro a kilómetro, hasta pasar de la llanura burgalesa a la montaña palentina.
El tinte tostado de los campos de trigo ya cosechados, fue dejando paso, según me iba acercando a mi destino, al amarillo brillante de los campos de girasoles y el verde de los patatales y éstos a su vez también quedaron atrás, apareciendo matorrales y pequeños bosques de encinas y avellanos.
Dejé atrás las curvas del pantano de Requejada, primer pantano de los que alimenta el río Pisuerga en su camino hasta el Duero.
Un río Pisuerga aún en pañales por esa zona, a poco más de una veintena de kilómetros de su nacimiento, en la cueva del Cobre.
El camino que iba haciendo con el coche era, al mismo tiempo, conocido y desconocido para mí. Era conocido para aquella niña de las trenzas que, apesadumbrada, iba en el coche de línea al internado y que, con temor contemplaba, en los inviernos nevados,como el agua del pantano casi alcanzaba la altura de la carretera.
Y era desconocido para la mujer madura que, con ojos curiosos, intentaba encontrar aquella infancia perdida.
Aún lucía el sol cuando llegué al lugar donde, una noche de luna llena y campos nevados que relucían con su reflejo, aterricé en este mundo de luces y sombras.
Miré todo con ojos curiosos, creo que, aunque he estado algunas otras veces siendo adulta, nunca lo había mirado con esos ojos, escudriñando donde había quedado escondida mi niñez.
La casa que me vio nacer, la casa de mi abuela, presentaba un aspecto casi ruinoso, el corral invadido de malas hierbas, la pared abombada, la puerta que apenas podía abrirse.
Cerré los ojos y me vi asomada a la ventana, contemplando las mañanas claras y luminosas del verano.
Me adentré por la calleja hasta la fuente
de la que apenas quedaba un chorro con cuatro gotas de agua.
Y en el callejón, los morales en los que me entretenía en mi camino, ya no existían.
Quizá los sapos, que en la noche se cruzaban entre mis pies y que tanto repelús me daban, sigan saliendo por las noches, no sé…
Todo parecía empequeñecido a mis ojos, ¿había cambiado el pueblo o había cambiado yo?
Del escobar donde íbamos a recoger ramos para encender la lumbre, apenas queda nada, ha sido arrasado por una plaga y la peña Tremaya sigue dominando el paisaje.
Las vacas siguen pastando, pero falta algo, todo ha empequeñecido, faltan risas, faltan niños jugando al escondite en la carretera, faltan los perros y los gatos, falta vida…
Las casas están cerradas casi todo el año y se nota, ni siquiera existe la cantina donde íbamos a por dos reales de aceitunas, una botella de vinagre o una lata de berberechos para hacer el arroz el día de San Miguel, la fiesta del pueblo, mientras las campanas de la iglesia tocaban a misa…
Lo miré todo con aire de tristeza,
encontré a faltar la alegría, la emoción, la ilusión de los pocos años.
El tiempo había pasado y allí había quedado enterrada una parte de mí, en aquel momento supe que algo que buscaba se había perdido para siempre y me sentí desvalida, como que hubiera perdido mi norte.
Fue una sensación extraña, la sensación de no pertenecer a ninguna parte, de ser una estrella errante en busca de su destino.
Esa fue mi primera impresión al volver a mi pueblo, hubo alguna más que quizá otro día os iré contando.
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